martes, 4 de diciembre de 2012


                                                                             BIOGRAFÍA

                                                     
José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia nació el 24 de abril de 1903, aunque sus raíces familiares lo vincularon a las gaditanas tierras de Jerez de la Frontera. Fue el mayor de cinco hermanos que quedaron huérfanos de madre en 1908. Miembro de una familia de tradición militar, optó sin embargo por el dominio de las Leyes, estudiando la carrera de Derecho en la Universidad Central de Madrid, donde obtuvo la Licenciatura en 1922. Siendo hijo del Dictador que gobernó en España entre 1923 y 1930, permaneció totalmente ajeno de la actividad política hasta el fallecimiento de su padre, muerto en su exilio parisino apenas unas semanas después de resignar su cargo, y de quien heredó el marquesado de Estella. Con el único fin de revindicar su memoria, duramente atacada por los representantes de la vieja política, participó en el proyecto de la Unión Monárquica Nacional, organización política de vida muy breve. Intentó alcanzar un escaño por Madrid en las elecciones a Cortes de 1931 para su filial propósito, pero resultó derrotado, teniendo a partir de entonces que limitar sus actuaciones públicas en defensa de la labor de la Dictadura a la intervención letrada en diversos juicios. Aunque fuera detenido en 1932 bajo la sospecha de haber colaborado en la sublevación protagonizada por el general Sanjurjo, finalmente fue liberado sin cargos. Su repulsa por las viejas fórmulas políticas le llevó a interesarse por el fenómeno fascista, participando en 1933 en el único número del periódico El Fascio con un artículo en el que preconizaba un nuevo modelo de Estado social. Creó poco después el Movimiento Español Sindicalista (MES) con el afamado aviador Julio Ruiz de Alda, organización que enseguida entrará en contacto con algunos miembros del Frente Español (FE) creado por seguidores de José Ortega y Gasset. El proyecto político de José Antonio fue madurando durante los meses siguientes hasta que, finalmente, fue presentado en el madrileño Teatro de la Comedia el 29 de octubre de 1933. Algunos días más tarde el nuevo movimiento fue registrado con el nombre de Falange Española (FE).

Daba comienzo así una etapa de febril actividad política, en la que compaginaría la exigencia de la consolidación del nuevo movimiento con la calidad de diputado, pues en las elecciones de 1933 obtuvo como independiente un escaño en la candidatura conservadora presentada por la circunscripción de Cádiz. En febrero de 1934 FE se fusionó con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS), quedando regida a partir de entonces la organización por una Junta de Mando en forma de triunvirato en el que participaban José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma Ramos bajo la presidencia de Julio Ruiz de Alda. Pero el abolengo de su apellido, la plataforma parlamentaria y su valiosa personalidad hicieron de José Antonio el máximo representante de FE de las JONS desde el primer momento, siendo finalmente proclamado jefe nacional del partido en octubre de 1934.
A medida que crecían, las filas falangistas iban liberándose de conspicuos monárquicos que lastraban el proyecto político de José Antonio. Pero será la defección de Ramiro Ledesma la que marque un punto de inflexión determinante en la trayectoria del pensamiento joseantoniano, cada vez más alejado del corporativismo fascista. Desde su escaño señaló las verdaderas causas de la Revolución de Octubre de 1934, describió el problema del sentimentalismo catalán, se opuso a la contrarreforma agraria diseñada por los conservadores y criticó duramente la corrupción de los políticos radicales. Pese a la propuesta de Frente Nacional que lanzara ante el peligro marxista que se cernía sobre España, su voz fue desoída por las derechas, de modo que los candidatos falangistas concurrieron en solitario a los comicios celebrados en febrero de 1936, sin lograr ni un solo escaño.
José Antonio fue detenido, junto a la mayor parte de la Junta Política de FE de las JONS, el 14 de marzo de 1936 bajo la acusación de asociación ilícita, cargo que fue rechazado por los tribunales. Pero, retenido en la cárcel a instancias de las autoridades gubernamentales del Frente Popular, ya no recuperaría la libertad. Mientras sus camaradas eran perseguidos —encarcelados o asesinados—, José Antonio tuvo que enfrentarse a diversos procesos judiciales hasta que el 5 de junio de 1936 fue trasladado a la prisión de Alicante, donde se encontraba al producirse el Alzamiento el 18 de julio. Deseoso de poner fin a la tragedia de la guerra, se ofreció para mediar con los sublevados con el propósito de establecer un régimen de salvación nacional, pero su oferta no fue atendida por el Gobierno republicano. Juzgado por rebelión, fue condenado a muerte y fusilado en la madrugada del 20 de noviembre de 1936. Apenas unas horas antes, dejó escrito en su testamento: “Ojalá sea la mía la última sangre española que se vierta en discordias civiles”.
Finalizada la Guerra, sus restos fueron trasladados al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Allí reposaron hasta que el 30 de marzo de 1959 recibió sepultura ante el Altar Mayor de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, adonde llegó portado a hombros de sus camaradas, muchos de los cuales no tuvieron la oportunidad de conocerle en vida. En el granito de la losa que lo cubre simplemente aparece grabado el nombre con el que ha pasado a la Historia: José Antonio.

DISCURSO DE PROCLAMACIÓN DE FALANGE ESPAÑOLA DE LAS J.O.N.S


(Discurso pronunciado en el Teatro Calderón de Valladolid, el día 4 de marzo de 1934)

Aquí no puede haber aplausos ni vivas para Fulano ni para Mengano. Aquí nadie es nadie, sino una pieza, un soldado en esta obra, que es la obra nuestra y de España.
Puedo asegurar al que me dé otro viva que no se lo agradezco nada. Nosotros no sólo no hemos venido a que nos aplaudan, sino que casi os diría que no hemos venido a enseñaros. Hemos venido a aprender.
Tenemos mucho que aprender de esta tierra y de este cielo de Castilla los que vivimos a menudo apartado de ellos. Esta tierra de Castilla, que es la tierra sin galas ni pormenores; la tierra absoluta, la tierra que no es el color local, ni el río, ni el lindero, ni el altozano. La tierra que no es, ni mucho menos, el agregado de unas cuantas fincas, ni el soporte de unos intereses agrarios para regateados en asambleas, sino que es la tierra; la tierra como depositaria de valores eternos, la austeridad en la conducta, el sentido religioso en la vida, el habla y el silencio, la solidaridad entre los antepasados y los descendientes.
Y sobre esta tierra absoluta, el cielo absoluto.
El cielo tan azul, tan sin celajes, tan sin reflejos, verdosos de frondas terrenas, que se dijera que es casi blanco de puro azul. Y así Castilla, con la tierra absoluta y el cielo absoluto mirándose, no ha sabido nunca ser una comarca; ha tenido que aspirar, siempre, a ser Imperio. Castilla no ha podido entender lo local nunca; Castilla sólo ha podido entender lo universal, y por eso Castilla se niega a sí misma, no se fija en dónde concluye, tal vez porque no concluye, ni a lo ancho ni a lo alto. Así Castilla, esa tierra esmaltada de nombres maravillosos –Tordesillas, Medina del Campo, Madrigal de las Altas Torres–, esta tierra de Chancillería, de ferias y castillos, es decir, de Justicia, Milicia y Comercio, nos hace entender cómo fue aquella España que no tenemos ya, y nos aprieta el corazón con la nostalgia de su ausencia.
Porque si nosotros nos hemos lanzado por los campos y por las ciudades de España con mucho trabajo y con algún peligro, que esto no importa, a predicar esta buena nueva, es porque, como os han dicho ya todos los camaradas que hablaron antes que yo, estamos sin España. Tenemos a España partida en tres clases de secesiones: los separatismos locales, la lucha entre los partidos y la división entre las clases.
El separatismo local es signo de decadencia, que surge cabalmente cuando se olvida que una Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir hasta en el estado más primitivo de espontaneidad. Que una Patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de estos sotos: que una Patria es una misión en la historia, una misión en lo universal. La vida de todos los pueblos es una lucha trágica entre lo espontáneo y lo histórico. Los pueblos en estado primitivo saben percibir casi vegetalmente las características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este estado primitivo, saben ya que lo que los configura no son las características terrenas, sino la misión que en lo universal los diferencia de los demás pueblos. Cuando se produce la época de decadencia de ese sentido de la misión universal, empiezan a florecer otra vez los separatismos, empieza otra vez la gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su música, a su habla, y otra vez se pone en peligro esta gloriosa integridad, que fue la España de los grandes tiempos.
Pero, además, estamos divididos en partidos políticos. Los partidos están llenos de inmundicias; pero por encima y por debajo de esas inmundicias hay una honda explicación de los partidos políticos, que es la que debiera bastar para hacerlos odiosos.
Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre los hombres una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y los hombres cumplen su misión en la vida. Estos pueblos y estos hombres, antes de nacer los partidos políticos, sabían que sobre su cabeza estaba la eterna verdad, y en antítesis con la eterna verdad la absoluta mentira. Pero llega un momento en que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por los votos, y entonces se puede decidir a votos si la Patria debe seguir unida o debe suicidarse, y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal sobre una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel en los cuales se dice si Dios existe o no existe y si la Patria se debe o no se debe suicidar.
Y así se produce eso que culmina en el Congreso de los Diputados.
Yo he venido aquí, entre otras razones, para respirar este ambiente puro, pues tengo en mis pulmones demasiados miasmas del Congreso de los Diputados. ¡Si vierais vosotros, en esta época de tantas inquietudes, de tantas angustias: si vosotros, los que vivís en el campo, los que labráis el campo, vierais lo que es aquello! Si vierais, en aquellos pasillos, los corros formados por lo más conocido y viejo haciendo chistes! ¡Si vierais que el otro día, cuando se discutía si un trozo de España se desmembraba, todo eran discursos de retórica leguleya sobre si el artículo tantos o el artículo cuantos de la Constitución, sobre si el tanto o el cuanto por ciento del plebiscito autorizaba el corte! ¡Y si hubierais visto que cuando un vasco, muy español y muy vasco, enumeraba las glorias españolas de su tierra, hubo un sujeto, sentado en los bancos que respaldaban al Gobierno del señor Lerroux, que se permitió tomar la cosa a broma y agregar irónicamente el nombre de Uzcudum a los nombres de Loyola y Elcano!
Y por si nos faltara algo, ese siglo que nos legó el liberalismo, y con él los partidos del Parlamento, nos dejó también esta herencia de la lucha de clases. Porque el liberalismo económico dijo que todos los hombres estaban en condiciones de trabajar como quisieran: se había terminado la esclavitud; ya, a los obreros no se los manejaba a palos; pero como los obreros no tenían para comer sino lo que se les diera, como los obreros estaban desasistidos, inermes frente al poder del capitalismo, era el capitalismo el que señalaba las condiciones, y los obreros tenían que aceptar estas condiciones o resignarse a morir de hambre. Así se vio cómo el liberalismo, mientras escribía maravillosas declaraciones de derechos en un papel que apenas leía nadie, entre otras causas porque al pueblo ni siquiera se le enseñaba a leer; mientras el liberalismo escribía esas declaraciones, nos hizo asistir al espectáculo más inhumano que se haya presenciado nunca: en las mejores ciudades de Europa, en las capitales de Estados con instituciones liberales más finas, se hacinaban seres humanos, hermanos nuestros, en casas informes, negras, rojas, horripilantes, aprisionados entre la miseria y la tuberculosis y la anemia de los niños hambrientos, y recibiendo de cuando en cuando el sarcasmo de que se les dijera como eran libres y, además, soberanos.
Claro está que los obreros tuvieron que revolverse un día contra esa burla, y tuvo que estallar la lucha de clases. La lucha de clases tuvo un móvil justo, y el socialismo tuvo, al principio, una razón justa, y nosotros no tenemos para qué negar esto. Lo que pasa es que el socialismo, en vez de seguir su primera ruta de aspiración a la justicia social entre los hombres, se ha convertido en una pura doctrina de escalofriante frialdad y no piensa, ni poco ni mucho, en la liberación de los obreros. Por ahí andan los obreros orgullosos de sí mismos, diciendo que son Marxistas. A Carlos Marx le han dedicado muchas calles en muchos pueblos de España, pero Carlos Marx era un judío alemán que desde su gabinete observaba con impasibilidad terrible los más dramáticos acontecimientos de su época. Era un judío alemán que, frente a las factorías inglesas de Mánchester, y mientras formulaba leyes implacables sobre la acumulación del capital; mientras formulaba leyes implacables sobre la producción y los intereses de los patronos y de los obreros, escribía cartas a su amigo Federico Engels diciéndole que los obreros eran una plebe y una canalla, de la que no había que ocuparse sino en cuanto sirviera para la comprobación de sus doctrinas.
El socialismo dejó de ser un movimiento de redención de los hombres y pasó a ser, como os digo, una doctrina implacable, y el socialismo, en vez de querer restablecer una justicia, quiso llegar en la injusticia, como represalia, a donde había llegado la injusticia burguesa en su organización. Pero, además, estableció que la lucha de clases no cesaría nunca, y, además, afirmó que la Historia ha de interpretarse materialistamente; es decir, que para explicar la Historia no cuentan sino los fenómenos económicos. Así, cuando el marxismo culmina en una organización como la rusa, se les dice a los niños, desde las escuelas, que la Religión es un opio del pueblo; que la Patria es una palabra inventada para oprimir, y que hasta el pudor y el amor de los padres a los hijos son prejuicios burgueses que hay que desterrar a todo trance.
El socialismo ha llegado a ser eso. ¿Creéis que si los obreros lo supieran sentirían simpatías por una cosa como ésa, tremenda, escalofriante, inhumana, que concibió en su cabeza aquel judío que se llamaba Carlos Marx?
Cuando el mundo estaba así, cuando España estaba así, salimos a la vida de España los que tenemos alrededor de treinta años. Pudo atraernos el aceptar aquel sistema y empujarnos a los corrillos del Congreso, o bien el lanzamos a excesos que agravaran y envenenaran más todavía a las masas proletarias en su lucha de clases. Eso era muy fácil, y a primera vista tenía sus ventajas. Cualquiera de nosotros que se hubiera alistado en el partido republicano conservador, en el partido radical, en el liberal demócrata o en Acción Popular, sería fácilmente ministro, porque como tenemos crisis cada quince días, y siempre salen ministros nuevos, hay que preguntarse si es que queda alguien en España que no haya sido ministro todavía.
Pero para nosotros era eso muy poco. Hemos preferido salirnos de ese camino cómodo e irnos, como nos ha dicho nuestro camarada Ledesma, por el camino de la revolución, por el camino de otra revolución, por el camino de la verdadera revolución. Porque todas las revoluciones han sido incompletas hasta ahora, en cuanto ninguna sirvió, juntas, a la idea nacional de la Patria y a la idea de la justicia social. Nosotros integramos estas dos cosas: la Patria y la justicia social, y resueltamente, categóricamente, sobre esos dos principios inconmovibles queremos hacer nuestra revolución.
Nos dicen que somos imitadores. Onésimo Redondo ya ha contestado a eso. Nos dicen que somos imitadores porque este movimiento nuestro, este movimiento de vuelta hacia las entrañas genuinas de España, es un movimiento que se ha producido antes en otros sitios. Italia, Alemania, se han vuelto hacia sí mismas en una actitud de desesperación para los mitos con que trataron de esterilizarlas; pero porque Italia y Alemania. se hayan vuelto hacia sí mismas y se hayan encontrado enteramente a sí mismas, ¿diremos que las imita España al buscarse a sí propia? Estos países dieron la vuelta sobre su propia autenticidad, y al hacerlo nosotros, también la autenticidad que encontraremos será la nuestra, no será la de Alemania ni la de Italia, y, por tanto, al reproducir lo hecho por los italianos o los alemanes seremos más españoles que lo hemos sido nunca.
Al camarada Onésimo Redondo yo le diría: No te preocupes mucho porque nos digan que imitamos. Si lográsemos desvanecer esa especie, ya nos inventarían otras. La fuente de la insidia es inagotable. Dejemos que nos digan que imitamos a los fascistas. Después de todo, en el fascismo como en los movimientos de todas las épocas, hay por debajo de las características locales, unas constantes, que son patrimonio de todo espíritu humano y que en todas partes son las mismas. Así fue, por ejemplo, el Renacimiento; así fue, si queréis, el endecasílabo; nos trajeron el endecasílabo de Italia, pero poco después de que nos trajeran de Italia el endecasílabo cantaban los campos de España, en endecasílabo castellano, Garcilaso y fray Luis, y ensalzaba Femando de Herrera al Señor de la llanura del mar, que dio a España la victoria de Lepanto.
También dicen que somos reaccionarios. Unos nos lo dicen de mala fe, para que los obreros huyan de nosotros y no nos escuchen. Los obreros, a pesar de ello, nos escucharán, y cuando nos escuchen ya no creerán a quienes se lo dijeron, porque precisamente cuando se quiere restaurar, como nosotros, la idea de la integridad indestructible de destino, es cuando ya no se puede ser reaccionario. Se es reaccionario, alternativamente, cuando se vive en régimen de pugna; cuando una clase acaba de vencer a otra, y la clase vencida aspira a tomar la represalia; pero nosotros no entramos en este juego de represalias de clase contra clase o de partido contra partido. Nosotros colocamos una norma de todos nuestros hechos por encima de los intereses de los partidos y de las clases. Nosotros colocamos esa norma, y ahí está lo más profundo de nuestro movimiento, en la idea de una total integridad de destino que se llama la Patria. Con este concepto de la Patria, servida por el instrumento de un Estado fuerte, no dócil a una clase ni a un partido, el interés que triunfa es el de la integración de todos en aquella unidad, no el momentáneo interés de los vencedores. Esto lo sabrán los obreros, y entonces verán que la única solución posible es la nuestra.
Pero otros nos suponen reaccionarios porque tienen la vaga esperanza de que mientras ellos murmuran en los casinos y echan de menos privilegios que en parte se les han venido abajo, nosotros vamos a ser los guardias de Asalto de la reacción y vamos a sacarles las castañas del fuego, y vamos a ocuparnos en poner sobre sus sillones a quienes cómodamente nos contemplan. Si eso fuéramos a hacer nosotros, mereceríamos que nos maldijeran los cinco muertos a quienes hemos hecho caer por causa más alta...
Por último, nos dicen que no tenemos programa. ¿Vosotros conocéis alguna cosa seria y profunda que se haya hecho alguna vez con un programa? ¿Cuándo habéis visto vosotros que esas cosas decisivas, que esas cosas eternas, como son el amor, y la vida, y la muerte, se hayan hecho con arreglo a un programa? Lo que hay que tener es un sentido total de lo que se quiere; un sentido total de la Patria, de la vida, de la Historia, y ese sentido total, claro en el alma, nos va diciendo en cada coyuntura qué es lo que debemos hacer y lo que debemos preferir. En las mejores épocas no ha habido tantos círculos de estudios, ni tantas estadísticas, ni censos electorales, ni programas. Además, que si tuviéramos programa concreto, seríamos un partido más y nos pareceríamos a nuestras propias caricaturas. Todos saben que mienten cuando dicen de nosotros que somos una copia del fascismo italiano, que no somos católicos y que no somos españoles; pero los mismos que lo dicen se apresuran a ir organizando con la mano izquierda una especie de simulacro de nuestro movimiento. Así, harán un desfile en El Escorial si nosotros lo hacemos en Valladolid. Así, si nosotros hablamos de la España eterna, de la España imperial, ellos también dirán que echan de menos la España grande y el Estado corporativo. Esos movimientos pueden parecerse al nuestro tanto como pueda parecerse un plato de fiambre al plato caliente de la víspera. Porque lo que caracteriza este deseo nuestro, esta empresa nuestra, es la temperatura, es el espíritu. ¿Qué nos importa el Estado corporativo; qué nos importa que se suprima el Parlamento, si esto es para seguir produciendo con otros órganos la misma juventud cauta, pálida, escurridiza y sonriente, incapaz de encenderse por el entusiasmo de la Patria y ni siquiera, digan lo que digan, por el de la Religión?
Mucho cuidado con eso del Estado corporativo; mucho cuidado con todas esas cosas frías que os dirán muchos procurando que nos convirtamos en un partido más. Ya nos ha denunciado ese peligro Onésimo Redondo. Nosotros no satisfacemos nuestras aspiraciones configurando de otra manera el Estado. Lo que queremos es devolver a España un optimismo, una fe en sí mismo, una línea clara y enérgica de vida común. Por eso nuestra agrupación no es un partido: es una milicia; por eso nosotros no estamos aquí para ser diputados, subsecretarios o ministros, sino para cumplir, cada cual en su puesto, la misión que se le ordene, y lo mismo que nosotros cinco estamos ahora detrás de esta mesa, puede llegar un día en que el más humilde de los militantes sea el llamado a mandarnos y nosotros a obedecer. Nosotros no aspiramos a nada. No aspiramos si no es, acaso, a ser los primeros en el peligro. Lo que queremos es que España, otra vez, se vuelva a sí misma y, con honor, justicia social, juventud y entusiasmo patrio, diga lo que esta misma ciudad de Valladolid decía en una carta al emperador Carlos V en 1516:
"Vuestra alteza debe venir a tomar en la una mano aquel yugo que el católico rey vuestro abuelo os dejó, con el cual tantos bravos y soberbios se domaron, y en la otra, las flechas de aquella reina sin par, vuestra abuela doña Isabel, con que puso a los moros tan lejos."
Pues aquí tenéis, en esta misma ciudad de Valladolid, que así lo pedía, el yugo y las flechas: el yugo de la labor y las flechas del poderío. Así, nosotros, bajo el signo del yugo y de las flechas, venimos a decir aquí mismo, en Valladolid:
¡Castilla, otra vez por España!" (José Antonio Primo de Rivera)

DISCURSO DE FUNDACIÓN DE LA FALANGE ESPAÑOLA


Discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 29 de octubre de 1933)

Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.
Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.
De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema ,tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.
Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: "Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal". Y así veríais cómo en los países donde se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no teníais más que separamos unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontramos con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.
Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.
El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos en una España en ruina moral, una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esa España maravillosa, esos pueblos en donde todavía, bajo la capa más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tienen un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad exterior, pero que nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:
¡Dios, qué buen vasallo si ovierá buen señor!
Eso vinimos a encontrar nosotros en el movimiento que empieza en ese día: ese legítimo soñar de España; pero un señor como el de San Francisco de Borja, un señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera, ha de ser un señor que no sea, al propio tiempo, esclavo de un interés de grupo ni de un interés de clase.
El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertiría se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que nos escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en nuestro movimiento; pero que nuestro movimiento por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial de derechas e izquierdas.
La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.
Y con eso ya tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas.
He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla.
Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.
Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unimos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en nuestras realidades auténticas?
Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.
Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecernos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.
Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serio, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.
Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta –como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión– funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.
Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia.
Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho –al hablar de "todo menos la violencia"– que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.
Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanamos en edificar.
Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar: es una manera de ser. No debemos proponemos sólo la construcción, la arquitectura política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no nos interesa como señoritos; venimos a luchar porque a muchos de nuestras clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la Historia los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les importaba nada.
Y0 creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!
En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos; nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo, triunfo que –¿para qué os lo voy a decir?– no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí vuestra España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas, Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas. (José Antonio Primo de Rivera)

REDONDILLAS:


Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si la incitáis al mal?

Cambatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
el niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?

Con el favor y desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por crüel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?

Mas, entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo. (Sor Juana Inés de la Cruz)




RESUELVE LA CUESTIÓN DE CUÁL SEA PESAR MÁS MOLESTO EN ENCONTRADAS CORRESPONDENCIAS: AMAR O ABORRECER


Que no me quiera Fabio al verse amado
es dolor sin igual, en mi sentido;
mas que me quiera Silvio aborrecido
es menor mal, mas no menor enfado.

¿Qué sufrimiento no estará cansado,
si siempre le resuenan al oído,
tras la vana arrogancia de un querido,
el cansado gemir de un desdeñado?

Si de Silvio me cansa el rendimiento,
a Fabio canso con estar rendida:
si de éste busco el agradecimiento,


a mí me busca el otro agradecida:
por activa y pasiva es mi tormento,
pues padezco en querer y ser querida.(Sor Juana Inés de la Cruz)







CANCIÓN

¡Has de hacer un gran ramo
con todas tus palabras, hilandera!
Con las grandes palabras que llovieron
más redondas que frutas en un día sin hiel;
con tus grandes palabras
caídas como soles hasta el silencio mío...

Has de hacer un gran ramo con tus voces,
y estarán las pequeñas,
las que fueron semillas aventadas por tu carinio de cien manos;
y estarán las que ardieron como sal en la llama de tu júbilo, amiga.

Con todas tus palabras
has de hacer un gran ramo
para el amor que ha muerto;
para el amor que ha muerto a mediodía,
junto a la fuente de los ocho cisnes... (Leopoldo Marechal)







BALADA PARA LOS NIÑOS QUE SERÁN POETAS

I

La reina Til desnuda una risa de fragua.
Todos los pájaros de la danza nacen en su pie volátil.
Sus ojos parecen dos lebreles recién castigados...
Desde un país en donde se abre el huevo de las mañanas
vino el Príncipe a caballo de su alegría:
—¡Busco tu risa forjada por herreros musicales
y alegre como la sal gema que hacen arder los brujos!
Tu reír es el asta donde flamean los días asoleados;
yo soy un hondero que soñó con el pájaro de tu risa...
Pero no busco tu danza
ni tus ojos más tristes que dos viudas.
El Príncipe se fue a caballo de su alegría:
la reina Til desnuda una risa de fragua...

II

Desde su río que se estira como un lagarto bajo el sol
llega el rey Bamb:
—¡Amo tu pie gracioso como el de un elefante
y más grato que la muerte de los tíos ilustres!
Las abuelas textiles no poseen dos agujas como tus pies;
amo el viento de tu danza que te hace girar, linda veleta...
Pero no busco tu reír inútil
ni tus ojos de gata soltera.
El rey Bamb se fue a su país de lunas incautas:
la reina Til ha quedado sola...

III

Mas, he ahí que Sir Olaf llegó en trineo
desde su estepa geográficamente sentimental:
—¡Quiero tus ojos iguales a dos mediodías con lluvia
y helados como dos focas en el mismo témpano!
En tu mirar, oh Reina, se posan las golondrinas cansadas;
busco tus ojos más largos que la noche de seis meses...
Pero no amo tu risa de lobo
ni la danza que incendia tu pie.
Sir Olaf huyó en su trineo
hacia un país de soles resfriados...

IV

La reina Til se ha convertido en una cisterna
y ha de dormir por muchos días;
hasta que llegue un Rey que busque
los pies bailarines
los ojos que llueven,
la risa de fragua. (Leopoldo Marechal)