lunes, 3 de diciembre de 2012


SÁTIRA III

-¿Pero siempre así? Ya entra por las ventanas la claridad del día y su resplandor ensancha las
estrechas rendijas, aún roncamos hasta que  hagamos caer la espuma del Falerno indómito
mientras la sombra de la varilla toca la quinta línea. Vamos, ¿qué haces? Ha tiempo ya que la
enfurecida canícula recuece las  mieses secas y el rebaño todo  se guarece bajo la ancha
sombra de los olmos. Así hablaba un compañero.

- Tú eres una arcilla húmeda y blanda, ahora es cuando hay que trabajarla y moldearla sin
descanso sobre el rápido torno. De la tierra que te ha dejado tu padre sacas una recolección
decente, tienes un salero limpio y sin defectos ¿de qué te asustas? Y una fuente que asegura el
culto del hogar. Con esto te basta. ¿Estaría bonito que reventasen tus pulmones a fuerza de
resoplar de soberbia porque en lo último del árbol genealógico etrusco encabezas una rama
haciendo el milésimo o porque saludas, caballero, vestido de trabea al censor de tu comarca?
¡ Al pueblo las condecoraciones! Yo te conozco por dentro y por fuera. ¿No sientes
vergüenza de vivir como ese disoluto de Nata? Pero él está embrutecido por el vicio, en torno
al corazón le ha crecido abundante adiposidad no tiene culpa, no sabe lo que derrocha y
hundido en profundas aguas, no lanza a la superficie la menor  burbuja de aire. ¡ Oh gran
padre de los dioses! Castiga de esta manera a los implacables tiranos cuando la cruel pasión
excite sus espíritus embebidos en hirviente veneno; que vean la virtud y se consuman con su
pérdida.

Recuerdo que en mi niñez muchas veces me untaba los ojos con aceite cuando no quería
prodigar elogios grandilocuentes a Catón en trance de suicidarse: palabras que un necio
maestro debía alabar y que mi padre sudoroso  escucharía acompañado allí de sus amigos.
Pues con razón el colmo para mí era saber quién se llevaba la buena suerte del seis, cuánto
dinero rebañaba la ruinosa mala suerte, que no me faltara el gollete de la botella o ser el más
hábil en hacer bailar la peonza con el látigo. En cuanto a ti eres lo bastante experimentado
para aprender los recovecos de las costumbres y lo que enseña el sabio Pórtico decorado con
bregados combatientes de las guerras Médicas; a estas doctrinas aplica sus vigilias una
juventud sin sueño, de cabeza rapada y nutrida con legumbres cocidas y con trigo
imperfectamente molido. A ti la letra Y de Samos que se abre en dos ramas te ha enseñado la
senda que parte hacia la derecha. No obstante, sigues roncando y tu cabeza vacilante,
desarticulada su trabazón, bosteza excesos de  ayer con las mandíbulas  descosidas en todas
direcciones. ¿Hay algún sitio a donde dirijas la mirada y tiendas el arco o persigas por aquí y
por allá a los cuervos con cascotes de tejas y fango, sin preocuparte de a dónde te llevan los
pies y viendo al capricho del momento? Verás quienes piden  pero ya en vano, el eléboro
cuando su piel se haya deshinchado por la hidropesía; salid al paso de la enfermedad que se
os echa encima. ¿Qué necesidad tenéis entonces de prometer a Crátero montes y morenas?
Aprended, desdichados, y conoced las causas y principios de las cosas: lo que somos y para
qué clase de vida hemos nacido, qué orden se nos ha señalado y por dónde y desde dónde es
más suave la vuelta a la meta, en qué consiste la moderación en el dinero, qué precisáis
suplicar a los dioses, cuál es la utilidad de una moneda de nuevo cuño, qué liberalidades serán
convenientes para con la Patria, para con los seres queridos; quién te mandó la divinidad que
seas o qué lugar has de ocupar  en la sociedad. Aprende a no tener envidia de que muchas
conservas se pudran en la bodega opulenta de un abogado después de la defensa de ricos
Umbros y que se estropee la pimienta y los perniles, obsequio de un cliente marso y que no se haya extinguido aún el primer recipiente que se llenó de anchoas. Aquí, algún centurión, raza
de malolientes chivos, dirá:
"Me basta con lo que sé. No me cuido de ser lo que son Arquelao y los calamitosos Solones
cabizbajos y con los ojos clavados en tierra cuando van rumiando consigo mismos reniegos y
rabiosos silencios; cuando alargan los labios para hacer pasar las palabras meditando los
sueños de un viejo enfermo. Prefiero ignorar que nada se engendra de nada y que nada puede
volver a la nada. ¿Por esto palideces? ¿Por  esto es por lo que algunos no tienen ganas de
comer?"
Con estas cosas el pueblo ríe y la juventud  musculosa multiplica sus nerviosas risotadas
frunciendo las narices. "Obsérvame: no sé qué me tiembla en el pecho, no sé qué pesado
aliento brota de mi garganta enferma, obsérvame si te place." Al que de este modo habla al
médico, se le ordena reposo, pero cuando a la tercera noche ha notado que su pulso late con
regularidad, antes de bañarse pedirá a un señor más rico que él, vino dulce de Sorrento en una
botella, que tiene una sed moderada… Hinchado  de comida y con el vientre blanquecino,
nuestro hombre toma el baño mientras exhala poco a poco de la garganta miasmas sulfurosos
de mala digestión; pero mientras bebe, le sobreviene un temblor que le hace caer de las
manos la copa caliente, los dientes al descubierto le castañetean y los grasientos bocados le
caen de sus relajados labios. Y al punto las trompetas del funeral, las candelas y por fin
nuestro pobre bienaventurado  bien extendido sobre un elevado lecho y embadurnado de
abundantes ungüentos, enfila la puerta con sus talones rígidos y se lo llevan a hombros con la
cabeza cubierta los que desde ayer, manumitidos en testamento, son quirites.
Tómate el pulso, desdichado, y ponte la mano en el pecho, no hay fiebre. Tócate la punta de
los pies y de las manos, no están frías. Pero si por azar encuentras dinero o te sonríe la blanca
amiguita de tu vecino, ¿es normal el ritmo de tu corazón? Te han servido en un plato frío verdura corriente y harina cernida en un cedazo  del pueblo, vamos a ver tu boca: en tu fino
paladar se agazapa una úlcera infectada que no conviene que la roce una remolacha plebeya.
Te entran escalofríos cuando el pálido terror eriza sobre tus miembros las aristas de tus pelos;
otras veces te hierve la sangre como si la  hubieran aplicado una tea encendida y tus ojos
centellean de ira y dices que haces cosas que el mismo Orestes juraría que son propias de un
demente. (Aulo Persio Flaco)