martes, 4 de diciembre de 2012


                                                                             BIOGRAFÍA

                                                     
José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia nació el 24 de abril de 1903, aunque sus raíces familiares lo vincularon a las gaditanas tierras de Jerez de la Frontera. Fue el mayor de cinco hermanos que quedaron huérfanos de madre en 1908. Miembro de una familia de tradición militar, optó sin embargo por el dominio de las Leyes, estudiando la carrera de Derecho en la Universidad Central de Madrid, donde obtuvo la Licenciatura en 1922. Siendo hijo del Dictador que gobernó en España entre 1923 y 1930, permaneció totalmente ajeno de la actividad política hasta el fallecimiento de su padre, muerto en su exilio parisino apenas unas semanas después de resignar su cargo, y de quien heredó el marquesado de Estella. Con el único fin de revindicar su memoria, duramente atacada por los representantes de la vieja política, participó en el proyecto de la Unión Monárquica Nacional, organización política de vida muy breve. Intentó alcanzar un escaño por Madrid en las elecciones a Cortes de 1931 para su filial propósito, pero resultó derrotado, teniendo a partir de entonces que limitar sus actuaciones públicas en defensa de la labor de la Dictadura a la intervención letrada en diversos juicios. Aunque fuera detenido en 1932 bajo la sospecha de haber colaborado en la sublevación protagonizada por el general Sanjurjo, finalmente fue liberado sin cargos. Su repulsa por las viejas fórmulas políticas le llevó a interesarse por el fenómeno fascista, participando en 1933 en el único número del periódico El Fascio con un artículo en el que preconizaba un nuevo modelo de Estado social. Creó poco después el Movimiento Español Sindicalista (MES) con el afamado aviador Julio Ruiz de Alda, organización que enseguida entrará en contacto con algunos miembros del Frente Español (FE) creado por seguidores de José Ortega y Gasset. El proyecto político de José Antonio fue madurando durante los meses siguientes hasta que, finalmente, fue presentado en el madrileño Teatro de la Comedia el 29 de octubre de 1933. Algunos días más tarde el nuevo movimiento fue registrado con el nombre de Falange Española (FE).

Daba comienzo así una etapa de febril actividad política, en la que compaginaría la exigencia de la consolidación del nuevo movimiento con la calidad de diputado, pues en las elecciones de 1933 obtuvo como independiente un escaño en la candidatura conservadora presentada por la circunscripción de Cádiz. En febrero de 1934 FE se fusionó con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS), quedando regida a partir de entonces la organización por una Junta de Mando en forma de triunvirato en el que participaban José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma Ramos bajo la presidencia de Julio Ruiz de Alda. Pero el abolengo de su apellido, la plataforma parlamentaria y su valiosa personalidad hicieron de José Antonio el máximo representante de FE de las JONS desde el primer momento, siendo finalmente proclamado jefe nacional del partido en octubre de 1934.
A medida que crecían, las filas falangistas iban liberándose de conspicuos monárquicos que lastraban el proyecto político de José Antonio. Pero será la defección de Ramiro Ledesma la que marque un punto de inflexión determinante en la trayectoria del pensamiento joseantoniano, cada vez más alejado del corporativismo fascista. Desde su escaño señaló las verdaderas causas de la Revolución de Octubre de 1934, describió el problema del sentimentalismo catalán, se opuso a la contrarreforma agraria diseñada por los conservadores y criticó duramente la corrupción de los políticos radicales. Pese a la propuesta de Frente Nacional que lanzara ante el peligro marxista que se cernía sobre España, su voz fue desoída por las derechas, de modo que los candidatos falangistas concurrieron en solitario a los comicios celebrados en febrero de 1936, sin lograr ni un solo escaño.
José Antonio fue detenido, junto a la mayor parte de la Junta Política de FE de las JONS, el 14 de marzo de 1936 bajo la acusación de asociación ilícita, cargo que fue rechazado por los tribunales. Pero, retenido en la cárcel a instancias de las autoridades gubernamentales del Frente Popular, ya no recuperaría la libertad. Mientras sus camaradas eran perseguidos —encarcelados o asesinados—, José Antonio tuvo que enfrentarse a diversos procesos judiciales hasta que el 5 de junio de 1936 fue trasladado a la prisión de Alicante, donde se encontraba al producirse el Alzamiento el 18 de julio. Deseoso de poner fin a la tragedia de la guerra, se ofreció para mediar con los sublevados con el propósito de establecer un régimen de salvación nacional, pero su oferta no fue atendida por el Gobierno republicano. Juzgado por rebelión, fue condenado a muerte y fusilado en la madrugada del 20 de noviembre de 1936. Apenas unas horas antes, dejó escrito en su testamento: “Ojalá sea la mía la última sangre española que se vierta en discordias civiles”.
Finalizada la Guerra, sus restos fueron trasladados al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Allí reposaron hasta que el 30 de marzo de 1959 recibió sepultura ante el Altar Mayor de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, adonde llegó portado a hombros de sus camaradas, muchos de los cuales no tuvieron la oportunidad de conocerle en vida. En el granito de la losa que lo cubre simplemente aparece grabado el nombre con el que ha pasado a la Historia: José Antonio.

DISCURSO DE PROCLAMACIÓN DE FALANGE ESPAÑOLA DE LAS J.O.N.S


(Discurso pronunciado en el Teatro Calderón de Valladolid, el día 4 de marzo de 1934)

Aquí no puede haber aplausos ni vivas para Fulano ni para Mengano. Aquí nadie es nadie, sino una pieza, un soldado en esta obra, que es la obra nuestra y de España.
Puedo asegurar al que me dé otro viva que no se lo agradezco nada. Nosotros no sólo no hemos venido a que nos aplaudan, sino que casi os diría que no hemos venido a enseñaros. Hemos venido a aprender.
Tenemos mucho que aprender de esta tierra y de este cielo de Castilla los que vivimos a menudo apartado de ellos. Esta tierra de Castilla, que es la tierra sin galas ni pormenores; la tierra absoluta, la tierra que no es el color local, ni el río, ni el lindero, ni el altozano. La tierra que no es, ni mucho menos, el agregado de unas cuantas fincas, ni el soporte de unos intereses agrarios para regateados en asambleas, sino que es la tierra; la tierra como depositaria de valores eternos, la austeridad en la conducta, el sentido religioso en la vida, el habla y el silencio, la solidaridad entre los antepasados y los descendientes.
Y sobre esta tierra absoluta, el cielo absoluto.
El cielo tan azul, tan sin celajes, tan sin reflejos, verdosos de frondas terrenas, que se dijera que es casi blanco de puro azul. Y así Castilla, con la tierra absoluta y el cielo absoluto mirándose, no ha sabido nunca ser una comarca; ha tenido que aspirar, siempre, a ser Imperio. Castilla no ha podido entender lo local nunca; Castilla sólo ha podido entender lo universal, y por eso Castilla se niega a sí misma, no se fija en dónde concluye, tal vez porque no concluye, ni a lo ancho ni a lo alto. Así Castilla, esa tierra esmaltada de nombres maravillosos –Tordesillas, Medina del Campo, Madrigal de las Altas Torres–, esta tierra de Chancillería, de ferias y castillos, es decir, de Justicia, Milicia y Comercio, nos hace entender cómo fue aquella España que no tenemos ya, y nos aprieta el corazón con la nostalgia de su ausencia.
Porque si nosotros nos hemos lanzado por los campos y por las ciudades de España con mucho trabajo y con algún peligro, que esto no importa, a predicar esta buena nueva, es porque, como os han dicho ya todos los camaradas que hablaron antes que yo, estamos sin España. Tenemos a España partida en tres clases de secesiones: los separatismos locales, la lucha entre los partidos y la división entre las clases.
El separatismo local es signo de decadencia, que surge cabalmente cuando se olvida que una Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir hasta en el estado más primitivo de espontaneidad. Que una Patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de estos sotos: que una Patria es una misión en la historia, una misión en lo universal. La vida de todos los pueblos es una lucha trágica entre lo espontáneo y lo histórico. Los pueblos en estado primitivo saben percibir casi vegetalmente las características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este estado primitivo, saben ya que lo que los configura no son las características terrenas, sino la misión que en lo universal los diferencia de los demás pueblos. Cuando se produce la época de decadencia de ese sentido de la misión universal, empiezan a florecer otra vez los separatismos, empieza otra vez la gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su música, a su habla, y otra vez se pone en peligro esta gloriosa integridad, que fue la España de los grandes tiempos.
Pero, además, estamos divididos en partidos políticos. Los partidos están llenos de inmundicias; pero por encima y por debajo de esas inmundicias hay una honda explicación de los partidos políticos, que es la que debiera bastar para hacerlos odiosos.
Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre los hombres una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y los hombres cumplen su misión en la vida. Estos pueblos y estos hombres, antes de nacer los partidos políticos, sabían que sobre su cabeza estaba la eterna verdad, y en antítesis con la eterna verdad la absoluta mentira. Pero llega un momento en que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por los votos, y entonces se puede decidir a votos si la Patria debe seguir unida o debe suicidarse, y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal sobre una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel en los cuales se dice si Dios existe o no existe y si la Patria se debe o no se debe suicidar.
Y así se produce eso que culmina en el Congreso de los Diputados.
Yo he venido aquí, entre otras razones, para respirar este ambiente puro, pues tengo en mis pulmones demasiados miasmas del Congreso de los Diputados. ¡Si vierais vosotros, en esta época de tantas inquietudes, de tantas angustias: si vosotros, los que vivís en el campo, los que labráis el campo, vierais lo que es aquello! Si vierais, en aquellos pasillos, los corros formados por lo más conocido y viejo haciendo chistes! ¡Si vierais que el otro día, cuando se discutía si un trozo de España se desmembraba, todo eran discursos de retórica leguleya sobre si el artículo tantos o el artículo cuantos de la Constitución, sobre si el tanto o el cuanto por ciento del plebiscito autorizaba el corte! ¡Y si hubierais visto que cuando un vasco, muy español y muy vasco, enumeraba las glorias españolas de su tierra, hubo un sujeto, sentado en los bancos que respaldaban al Gobierno del señor Lerroux, que se permitió tomar la cosa a broma y agregar irónicamente el nombre de Uzcudum a los nombres de Loyola y Elcano!
Y por si nos faltara algo, ese siglo que nos legó el liberalismo, y con él los partidos del Parlamento, nos dejó también esta herencia de la lucha de clases. Porque el liberalismo económico dijo que todos los hombres estaban en condiciones de trabajar como quisieran: se había terminado la esclavitud; ya, a los obreros no se los manejaba a palos; pero como los obreros no tenían para comer sino lo que se les diera, como los obreros estaban desasistidos, inermes frente al poder del capitalismo, era el capitalismo el que señalaba las condiciones, y los obreros tenían que aceptar estas condiciones o resignarse a morir de hambre. Así se vio cómo el liberalismo, mientras escribía maravillosas declaraciones de derechos en un papel que apenas leía nadie, entre otras causas porque al pueblo ni siquiera se le enseñaba a leer; mientras el liberalismo escribía esas declaraciones, nos hizo asistir al espectáculo más inhumano que se haya presenciado nunca: en las mejores ciudades de Europa, en las capitales de Estados con instituciones liberales más finas, se hacinaban seres humanos, hermanos nuestros, en casas informes, negras, rojas, horripilantes, aprisionados entre la miseria y la tuberculosis y la anemia de los niños hambrientos, y recibiendo de cuando en cuando el sarcasmo de que se les dijera como eran libres y, además, soberanos.
Claro está que los obreros tuvieron que revolverse un día contra esa burla, y tuvo que estallar la lucha de clases. La lucha de clases tuvo un móvil justo, y el socialismo tuvo, al principio, una razón justa, y nosotros no tenemos para qué negar esto. Lo que pasa es que el socialismo, en vez de seguir su primera ruta de aspiración a la justicia social entre los hombres, se ha convertido en una pura doctrina de escalofriante frialdad y no piensa, ni poco ni mucho, en la liberación de los obreros. Por ahí andan los obreros orgullosos de sí mismos, diciendo que son Marxistas. A Carlos Marx le han dedicado muchas calles en muchos pueblos de España, pero Carlos Marx era un judío alemán que desde su gabinete observaba con impasibilidad terrible los más dramáticos acontecimientos de su época. Era un judío alemán que, frente a las factorías inglesas de Mánchester, y mientras formulaba leyes implacables sobre la acumulación del capital; mientras formulaba leyes implacables sobre la producción y los intereses de los patronos y de los obreros, escribía cartas a su amigo Federico Engels diciéndole que los obreros eran una plebe y una canalla, de la que no había que ocuparse sino en cuanto sirviera para la comprobación de sus doctrinas.
El socialismo dejó de ser un movimiento de redención de los hombres y pasó a ser, como os digo, una doctrina implacable, y el socialismo, en vez de querer restablecer una justicia, quiso llegar en la injusticia, como represalia, a donde había llegado la injusticia burguesa en su organización. Pero, además, estableció que la lucha de clases no cesaría nunca, y, además, afirmó que la Historia ha de interpretarse materialistamente; es decir, que para explicar la Historia no cuentan sino los fenómenos económicos. Así, cuando el marxismo culmina en una organización como la rusa, se les dice a los niños, desde las escuelas, que la Religión es un opio del pueblo; que la Patria es una palabra inventada para oprimir, y que hasta el pudor y el amor de los padres a los hijos son prejuicios burgueses que hay que desterrar a todo trance.
El socialismo ha llegado a ser eso. ¿Creéis que si los obreros lo supieran sentirían simpatías por una cosa como ésa, tremenda, escalofriante, inhumana, que concibió en su cabeza aquel judío que se llamaba Carlos Marx?
Cuando el mundo estaba así, cuando España estaba así, salimos a la vida de España los que tenemos alrededor de treinta años. Pudo atraernos el aceptar aquel sistema y empujarnos a los corrillos del Congreso, o bien el lanzamos a excesos que agravaran y envenenaran más todavía a las masas proletarias en su lucha de clases. Eso era muy fácil, y a primera vista tenía sus ventajas. Cualquiera de nosotros que se hubiera alistado en el partido republicano conservador, en el partido radical, en el liberal demócrata o en Acción Popular, sería fácilmente ministro, porque como tenemos crisis cada quince días, y siempre salen ministros nuevos, hay que preguntarse si es que queda alguien en España que no haya sido ministro todavía.
Pero para nosotros era eso muy poco. Hemos preferido salirnos de ese camino cómodo e irnos, como nos ha dicho nuestro camarada Ledesma, por el camino de la revolución, por el camino de otra revolución, por el camino de la verdadera revolución. Porque todas las revoluciones han sido incompletas hasta ahora, en cuanto ninguna sirvió, juntas, a la idea nacional de la Patria y a la idea de la justicia social. Nosotros integramos estas dos cosas: la Patria y la justicia social, y resueltamente, categóricamente, sobre esos dos principios inconmovibles queremos hacer nuestra revolución.
Nos dicen que somos imitadores. Onésimo Redondo ya ha contestado a eso. Nos dicen que somos imitadores porque este movimiento nuestro, este movimiento de vuelta hacia las entrañas genuinas de España, es un movimiento que se ha producido antes en otros sitios. Italia, Alemania, se han vuelto hacia sí mismas en una actitud de desesperación para los mitos con que trataron de esterilizarlas; pero porque Italia y Alemania. se hayan vuelto hacia sí mismas y se hayan encontrado enteramente a sí mismas, ¿diremos que las imita España al buscarse a sí propia? Estos países dieron la vuelta sobre su propia autenticidad, y al hacerlo nosotros, también la autenticidad que encontraremos será la nuestra, no será la de Alemania ni la de Italia, y, por tanto, al reproducir lo hecho por los italianos o los alemanes seremos más españoles que lo hemos sido nunca.
Al camarada Onésimo Redondo yo le diría: No te preocupes mucho porque nos digan que imitamos. Si lográsemos desvanecer esa especie, ya nos inventarían otras. La fuente de la insidia es inagotable. Dejemos que nos digan que imitamos a los fascistas. Después de todo, en el fascismo como en los movimientos de todas las épocas, hay por debajo de las características locales, unas constantes, que son patrimonio de todo espíritu humano y que en todas partes son las mismas. Así fue, por ejemplo, el Renacimiento; así fue, si queréis, el endecasílabo; nos trajeron el endecasílabo de Italia, pero poco después de que nos trajeran de Italia el endecasílabo cantaban los campos de España, en endecasílabo castellano, Garcilaso y fray Luis, y ensalzaba Femando de Herrera al Señor de la llanura del mar, que dio a España la victoria de Lepanto.
También dicen que somos reaccionarios. Unos nos lo dicen de mala fe, para que los obreros huyan de nosotros y no nos escuchen. Los obreros, a pesar de ello, nos escucharán, y cuando nos escuchen ya no creerán a quienes se lo dijeron, porque precisamente cuando se quiere restaurar, como nosotros, la idea de la integridad indestructible de destino, es cuando ya no se puede ser reaccionario. Se es reaccionario, alternativamente, cuando se vive en régimen de pugna; cuando una clase acaba de vencer a otra, y la clase vencida aspira a tomar la represalia; pero nosotros no entramos en este juego de represalias de clase contra clase o de partido contra partido. Nosotros colocamos una norma de todos nuestros hechos por encima de los intereses de los partidos y de las clases. Nosotros colocamos esa norma, y ahí está lo más profundo de nuestro movimiento, en la idea de una total integridad de destino que se llama la Patria. Con este concepto de la Patria, servida por el instrumento de un Estado fuerte, no dócil a una clase ni a un partido, el interés que triunfa es el de la integración de todos en aquella unidad, no el momentáneo interés de los vencedores. Esto lo sabrán los obreros, y entonces verán que la única solución posible es la nuestra.
Pero otros nos suponen reaccionarios porque tienen la vaga esperanza de que mientras ellos murmuran en los casinos y echan de menos privilegios que en parte se les han venido abajo, nosotros vamos a ser los guardias de Asalto de la reacción y vamos a sacarles las castañas del fuego, y vamos a ocuparnos en poner sobre sus sillones a quienes cómodamente nos contemplan. Si eso fuéramos a hacer nosotros, mereceríamos que nos maldijeran los cinco muertos a quienes hemos hecho caer por causa más alta...
Por último, nos dicen que no tenemos programa. ¿Vosotros conocéis alguna cosa seria y profunda que se haya hecho alguna vez con un programa? ¿Cuándo habéis visto vosotros que esas cosas decisivas, que esas cosas eternas, como son el amor, y la vida, y la muerte, se hayan hecho con arreglo a un programa? Lo que hay que tener es un sentido total de lo que se quiere; un sentido total de la Patria, de la vida, de la Historia, y ese sentido total, claro en el alma, nos va diciendo en cada coyuntura qué es lo que debemos hacer y lo que debemos preferir. En las mejores épocas no ha habido tantos círculos de estudios, ni tantas estadísticas, ni censos electorales, ni programas. Además, que si tuviéramos programa concreto, seríamos un partido más y nos pareceríamos a nuestras propias caricaturas. Todos saben que mienten cuando dicen de nosotros que somos una copia del fascismo italiano, que no somos católicos y que no somos españoles; pero los mismos que lo dicen se apresuran a ir organizando con la mano izquierda una especie de simulacro de nuestro movimiento. Así, harán un desfile en El Escorial si nosotros lo hacemos en Valladolid. Así, si nosotros hablamos de la España eterna, de la España imperial, ellos también dirán que echan de menos la España grande y el Estado corporativo. Esos movimientos pueden parecerse al nuestro tanto como pueda parecerse un plato de fiambre al plato caliente de la víspera. Porque lo que caracteriza este deseo nuestro, esta empresa nuestra, es la temperatura, es el espíritu. ¿Qué nos importa el Estado corporativo; qué nos importa que se suprima el Parlamento, si esto es para seguir produciendo con otros órganos la misma juventud cauta, pálida, escurridiza y sonriente, incapaz de encenderse por el entusiasmo de la Patria y ni siquiera, digan lo que digan, por el de la Religión?
Mucho cuidado con eso del Estado corporativo; mucho cuidado con todas esas cosas frías que os dirán muchos procurando que nos convirtamos en un partido más. Ya nos ha denunciado ese peligro Onésimo Redondo. Nosotros no satisfacemos nuestras aspiraciones configurando de otra manera el Estado. Lo que queremos es devolver a España un optimismo, una fe en sí mismo, una línea clara y enérgica de vida común. Por eso nuestra agrupación no es un partido: es una milicia; por eso nosotros no estamos aquí para ser diputados, subsecretarios o ministros, sino para cumplir, cada cual en su puesto, la misión que se le ordene, y lo mismo que nosotros cinco estamos ahora detrás de esta mesa, puede llegar un día en que el más humilde de los militantes sea el llamado a mandarnos y nosotros a obedecer. Nosotros no aspiramos a nada. No aspiramos si no es, acaso, a ser los primeros en el peligro. Lo que queremos es que España, otra vez, se vuelva a sí misma y, con honor, justicia social, juventud y entusiasmo patrio, diga lo que esta misma ciudad de Valladolid decía en una carta al emperador Carlos V en 1516:
"Vuestra alteza debe venir a tomar en la una mano aquel yugo que el católico rey vuestro abuelo os dejó, con el cual tantos bravos y soberbios se domaron, y en la otra, las flechas de aquella reina sin par, vuestra abuela doña Isabel, con que puso a los moros tan lejos."
Pues aquí tenéis, en esta misma ciudad de Valladolid, que así lo pedía, el yugo y las flechas: el yugo de la labor y las flechas del poderío. Así, nosotros, bajo el signo del yugo y de las flechas, venimos a decir aquí mismo, en Valladolid:
¡Castilla, otra vez por España!" (José Antonio Primo de Rivera)

DISCURSO DE FUNDACIÓN DE LA FALANGE ESPAÑOLA


Discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 29 de octubre de 1933)

Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.
Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.
De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema ,tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.
Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: "Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal". Y así veríais cómo en los países donde se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no teníais más que separamos unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontramos con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.
Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.
El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos en una España en ruina moral, una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esa España maravillosa, esos pueblos en donde todavía, bajo la capa más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tienen un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad exterior, pero que nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:
¡Dios, qué buen vasallo si ovierá buen señor!
Eso vinimos a encontrar nosotros en el movimiento que empieza en ese día: ese legítimo soñar de España; pero un señor como el de San Francisco de Borja, un señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera, ha de ser un señor que no sea, al propio tiempo, esclavo de un interés de grupo ni de un interés de clase.
El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertiría se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que nos escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en nuestro movimiento; pero que nuestro movimiento por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial de derechas e izquierdas.
La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.
Y con eso ya tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas.
He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla.
Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.
Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unimos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en nuestras realidades auténticas?
Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.
Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecernos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.
Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serio, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.
Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta –como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión– funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.
Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia.
Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho –al hablar de "todo menos la violencia"– que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.
Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanamos en edificar.
Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar: es una manera de ser. No debemos proponemos sólo la construcción, la arquitectura política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no nos interesa como señoritos; venimos a luchar porque a muchos de nuestras clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la Historia los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les importaba nada.
Y0 creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!
En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos; nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo, triunfo que –¿para qué os lo voy a decir?– no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí vuestra España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas, Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas. (José Antonio Primo de Rivera)

REDONDILLAS:


Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si la incitáis al mal?

Cambatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
el niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?

Con el favor y desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por crüel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?

Mas, entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo. (Sor Juana Inés de la Cruz)




RESUELVE LA CUESTIÓN DE CUÁL SEA PESAR MÁS MOLESTO EN ENCONTRADAS CORRESPONDENCIAS: AMAR O ABORRECER


Que no me quiera Fabio al verse amado
es dolor sin igual, en mi sentido;
mas que me quiera Silvio aborrecido
es menor mal, mas no menor enfado.

¿Qué sufrimiento no estará cansado,
si siempre le resuenan al oído,
tras la vana arrogancia de un querido,
el cansado gemir de un desdeñado?

Si de Silvio me cansa el rendimiento,
a Fabio canso con estar rendida:
si de éste busco el agradecimiento,


a mí me busca el otro agradecida:
por activa y pasiva es mi tormento,
pues padezco en querer y ser querida.(Sor Juana Inés de la Cruz)







CANCIÓN

¡Has de hacer un gran ramo
con todas tus palabras, hilandera!
Con las grandes palabras que llovieron
más redondas que frutas en un día sin hiel;
con tus grandes palabras
caídas como soles hasta el silencio mío...

Has de hacer un gran ramo con tus voces,
y estarán las pequeñas,
las que fueron semillas aventadas por tu carinio de cien manos;
y estarán las que ardieron como sal en la llama de tu júbilo, amiga.

Con todas tus palabras
has de hacer un gran ramo
para el amor que ha muerto;
para el amor que ha muerto a mediodía,
junto a la fuente de los ocho cisnes... (Leopoldo Marechal)







BALADA PARA LOS NIÑOS QUE SERÁN POETAS

I

La reina Til desnuda una risa de fragua.
Todos los pájaros de la danza nacen en su pie volátil.
Sus ojos parecen dos lebreles recién castigados...
Desde un país en donde se abre el huevo de las mañanas
vino el Príncipe a caballo de su alegría:
—¡Busco tu risa forjada por herreros musicales
y alegre como la sal gema que hacen arder los brujos!
Tu reír es el asta donde flamean los días asoleados;
yo soy un hondero que soñó con el pájaro de tu risa...
Pero no busco tu danza
ni tus ojos más tristes que dos viudas.
El Príncipe se fue a caballo de su alegría:
la reina Til desnuda una risa de fragua...

II

Desde su río que se estira como un lagarto bajo el sol
llega el rey Bamb:
—¡Amo tu pie gracioso como el de un elefante
y más grato que la muerte de los tíos ilustres!
Las abuelas textiles no poseen dos agujas como tus pies;
amo el viento de tu danza que te hace girar, linda veleta...
Pero no busco tu reír inútil
ni tus ojos de gata soltera.
El rey Bamb se fue a su país de lunas incautas:
la reina Til ha quedado sola...

III

Mas, he ahí que Sir Olaf llegó en trineo
desde su estepa geográficamente sentimental:
—¡Quiero tus ojos iguales a dos mediodías con lluvia
y helados como dos focas en el mismo témpano!
En tu mirar, oh Reina, se posan las golondrinas cansadas;
busco tus ojos más largos que la noche de seis meses...
Pero no amo tu risa de lobo
ni la danza que incendia tu pie.
Sir Olaf huyó en su trineo
hacia un país de soles resfriados...

IV

La reina Til se ha convertido en una cisterna
y ha de dormir por muchos días;
hasta que llegue un Rey que busque
los pies bailarines
los ojos que llueven,
la risa de fragua. (Leopoldo Marechal)

lunes, 3 de diciembre de 2012


Tristeza

Devuélvame, decía, a la afortunada orilla
donde Nápoles reflexiona en un mar de azul
sus palacios, sus laderas, sus astros sin nube,
donde el naranjo florece bajo un cielo siempre puro.
¿ Que tarda? ¡ Vayámonos! Todavía quiero ver de nuevo
Vesubio encendido saliente del pecho de las aguas;
quiero de sus alturas ver levantarse la aurora;
Quiero, guiando del que adoro,
volver a bajar, soñando, de estas risueñas laderas;
Soy en los rodeos de este golfo tranquilo;
regresemos sobre estos bordes a nuestros pasos tan conocidos,
a los jardines de Cintia, a la tumba de Virgilio,
cerca de los pedazos dispersos del templo de Venus:
Allí, bajo los naranjos, bajo la vid florida,
cuyo pámpano flexible en el myrte se casa,
y trenza en tu cabeza una bóveda de flores,
al ruido dulce de la ola o del viento que murmura,
sólo con nuestro amor, sólo con la naturaleza,
la vida y la luz tendrán más dulzuras.

De mis días pasados la antorcha se consume,
se apaga por grados al soplo de la desgracia,
O, si lanza a veces una luz débil,
es cuando tu memoria en mi pecho lo vuelve a encender;
no sé si los dioses me permitirán por fin
terminar aquí abajo mi día penoso.
Mi horizonte se limita, y mi ojo incierto
atrévete a extenderlo apenas más allá de un año.
Pero si hay que perecer por la mañana,
si hace falta, sobre una tierra a la felicidad destinada,
dejar escapar de mi mano
esta copa que el destino
parecía tener para mí de rosas coronada,
les pido a los dioses sólo guiar mis pasos
hasta los bordes que embellece tu memoria querida,
de saludar de lejos estos afortunados climas,
y de morir a los lugares donde probé la vida. (Alphonse de Lamartine)


Aislamiento

A menudo en el monte, bajo algún viejo roble,
viendo el sol que se pone tristemente me siento;
dejo que todo el llano mis miradas abarquen,
el cambiante paisaje que se extiende a mis pies.

Aquí el río con olas espumosas murmura,
serpentea y se pierde en oscuros confines;
allí inmóvil el lago es un agua dormida,
con la estrella de Venus adornando su azul.

En la cima, que bosques muy sombríos coronan,
el crepúsculo pone su fulgor postrimero;
y el brumoso carruaje que conduce las sombras
emblanquece, elevándose todo el amplio horizonte.

De la gótica flecha surge entonces un son
religioso que invade todo el aire; el viajero
se detiene y escucha la campana que mezcla
a los últimos ruidos de aquel día su canto.

Pero halagos así no conmueven mi alma,
que parece insensible, incapaz de emoción;
y contemplo la tierra como un vago fantasma:
no calienta a los muertos este sol de los vivos.

De colina en colina pongo en vano mis ojos,
desde el norte hasta el sur, de la aurora al poniente,
y me digo: «No existe ni un lugar en el mundo
donde pueda pensar que me espera la dicha».

¿Qué me importan los valles, los palacios, las chozas?
Sus encantos son vanos, para mí nada cuentan.
Ríos, montes y bosques, soledades amadas,
sólo un ser está ausente y todo es un desierto.

Miraré indiferente los caminos del sol,
qué más da si en su inicio o en su parte final;
si se pone o si nace entre nubes o azul,
¿a mí el sol qué me importa? Nada espero del día.

Si pudiera seguirle en su larga carrera
por doquier yo vería el vacío y el páramo.
Nada quiero de todo lo que el sol ilumina,
nada quiero tener del inmenso universo.

Mas tal vez más allá de su curva celeste,
donde el sol verdadero otros cielos alumbra,
si pudiera dejar mis despojos aquí
lo que tanto he soñado se mostrara a mis ojos.

Allí me embriagaría en la fuente deseada
y volviera a encontrar esperanza y amor,
ese bien ideal al que aspiran las almas
y que no tienen nombre aquí abajo en la tierra.

¡Si pudiera en el carro de la Aurora elevarme
vago fin de mis ansias, en el cielo hasta ti!
¿Por qué aún sigo atado a esta tierra de exilio?
Entre la tierra y yo nada existe en común.

Cuando la hoja del bosque cae sobre los prados,
cuando el viento nocturno la arrebata a los valles,
yo quisiera también ser esa hoja caída:
¡Arrastradme como ella, aquilones, borrascas! (Alphonse de Lamartine)

SÁTIRA III

-¿Pero siempre así? Ya entra por las ventanas la claridad del día y su resplandor ensancha las
estrechas rendijas, aún roncamos hasta que  hagamos caer la espuma del Falerno indómito
mientras la sombra de la varilla toca la quinta línea. Vamos, ¿qué haces? Ha tiempo ya que la
enfurecida canícula recuece las  mieses secas y el rebaño todo  se guarece bajo la ancha
sombra de los olmos. Así hablaba un compañero.

- Tú eres una arcilla húmeda y blanda, ahora es cuando hay que trabajarla y moldearla sin
descanso sobre el rápido torno. De la tierra que te ha dejado tu padre sacas una recolección
decente, tienes un salero limpio y sin defectos ¿de qué te asustas? Y una fuente que asegura el
culto del hogar. Con esto te basta. ¿Estaría bonito que reventasen tus pulmones a fuerza de
resoplar de soberbia porque en lo último del árbol genealógico etrusco encabezas una rama
haciendo el milésimo o porque saludas, caballero, vestido de trabea al censor de tu comarca?
¡ Al pueblo las condecoraciones! Yo te conozco por dentro y por fuera. ¿No sientes
vergüenza de vivir como ese disoluto de Nata? Pero él está embrutecido por el vicio, en torno
al corazón le ha crecido abundante adiposidad no tiene culpa, no sabe lo que derrocha y
hundido en profundas aguas, no lanza a la superficie la menor  burbuja de aire. ¡ Oh gran
padre de los dioses! Castiga de esta manera a los implacables tiranos cuando la cruel pasión
excite sus espíritus embebidos en hirviente veneno; que vean la virtud y se consuman con su
pérdida.

Recuerdo que en mi niñez muchas veces me untaba los ojos con aceite cuando no quería
prodigar elogios grandilocuentes a Catón en trance de suicidarse: palabras que un necio
maestro debía alabar y que mi padre sudoroso  escucharía acompañado allí de sus amigos.
Pues con razón el colmo para mí era saber quién se llevaba la buena suerte del seis, cuánto
dinero rebañaba la ruinosa mala suerte, que no me faltara el gollete de la botella o ser el más
hábil en hacer bailar la peonza con el látigo. En cuanto a ti eres lo bastante experimentado
para aprender los recovecos de las costumbres y lo que enseña el sabio Pórtico decorado con
bregados combatientes de las guerras Médicas; a estas doctrinas aplica sus vigilias una
juventud sin sueño, de cabeza rapada y nutrida con legumbres cocidas y con trigo
imperfectamente molido. A ti la letra Y de Samos que se abre en dos ramas te ha enseñado la
senda que parte hacia la derecha. No obstante, sigues roncando y tu cabeza vacilante,
desarticulada su trabazón, bosteza excesos de  ayer con las mandíbulas  descosidas en todas
direcciones. ¿Hay algún sitio a donde dirijas la mirada y tiendas el arco o persigas por aquí y
por allá a los cuervos con cascotes de tejas y fango, sin preocuparte de a dónde te llevan los
pies y viendo al capricho del momento? Verás quienes piden  pero ya en vano, el eléboro
cuando su piel se haya deshinchado por la hidropesía; salid al paso de la enfermedad que se
os echa encima. ¿Qué necesidad tenéis entonces de prometer a Crátero montes y morenas?
Aprended, desdichados, y conoced las causas y principios de las cosas: lo que somos y para
qué clase de vida hemos nacido, qué orden se nos ha señalado y por dónde y desde dónde es
más suave la vuelta a la meta, en qué consiste la moderación en el dinero, qué precisáis
suplicar a los dioses, cuál es la utilidad de una moneda de nuevo cuño, qué liberalidades serán
convenientes para con la Patria, para con los seres queridos; quién te mandó la divinidad que
seas o qué lugar has de ocupar  en la sociedad. Aprende a no tener envidia de que muchas
conservas se pudran en la bodega opulenta de un abogado después de la defensa de ricos
Umbros y que se estropee la pimienta y los perniles, obsequio de un cliente marso y que no se haya extinguido aún el primer recipiente que se llenó de anchoas. Aquí, algún centurión, raza
de malolientes chivos, dirá:
"Me basta con lo que sé. No me cuido de ser lo que son Arquelao y los calamitosos Solones
cabizbajos y con los ojos clavados en tierra cuando van rumiando consigo mismos reniegos y
rabiosos silencios; cuando alargan los labios para hacer pasar las palabras meditando los
sueños de un viejo enfermo. Prefiero ignorar que nada se engendra de nada y que nada puede
volver a la nada. ¿Por esto palideces? ¿Por  esto es por lo que algunos no tienen ganas de
comer?"
Con estas cosas el pueblo ríe y la juventud  musculosa multiplica sus nerviosas risotadas
frunciendo las narices. "Obsérvame: no sé qué me tiembla en el pecho, no sé qué pesado
aliento brota de mi garganta enferma, obsérvame si te place." Al que de este modo habla al
médico, se le ordena reposo, pero cuando a la tercera noche ha notado que su pulso late con
regularidad, antes de bañarse pedirá a un señor más rico que él, vino dulce de Sorrento en una
botella, que tiene una sed moderada… Hinchado  de comida y con el vientre blanquecino,
nuestro hombre toma el baño mientras exhala poco a poco de la garganta miasmas sulfurosos
de mala digestión; pero mientras bebe, le sobreviene un temblor que le hace caer de las
manos la copa caliente, los dientes al descubierto le castañetean y los grasientos bocados le
caen de sus relajados labios. Y al punto las trompetas del funeral, las candelas y por fin
nuestro pobre bienaventurado  bien extendido sobre un elevado lecho y embadurnado de
abundantes ungüentos, enfila la puerta con sus talones rígidos y se lo llevan a hombros con la
cabeza cubierta los que desde ayer, manumitidos en testamento, son quirites.
Tómate el pulso, desdichado, y ponte la mano en el pecho, no hay fiebre. Tócate la punta de
los pies y de las manos, no están frías. Pero si por azar encuentras dinero o te sonríe la blanca
amiguita de tu vecino, ¿es normal el ritmo de tu corazón? Te han servido en un plato frío verdura corriente y harina cernida en un cedazo  del pueblo, vamos a ver tu boca: en tu fino
paladar se agazapa una úlcera infectada que no conviene que la roce una remolacha plebeya.
Te entran escalofríos cuando el pálido terror eriza sobre tus miembros las aristas de tus pelos;
otras veces te hierve la sangre como si la  hubieran aplicado una tea encendida y tus ojos
centellean de ira y dices que haces cosas que el mismo Orestes juraría que son propias de un
demente. (Aulo Persio Flaco)

DESENGAÑO DE LAS MUJERES

Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece,
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.

Puto es el gusto y puta la alegría
que el rato puteril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.

Más llámenme a mí puto enamorado,
si al cabo para puta no os dejare;
y como puto muera yo quemado,

si de otras tales putas me pagare;
porque las putas graves son costosas,
y las putillas viles, afrentosas. (Francisco de Quevedo)

PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO

...Nace en las Indias honrado,
donde el mundo le acompaña;
viene a morir en España,
y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
es hermoso, aunque sea fiero,
poderoso caballero
es don Dinero...

Mas ¿a quién no maravilla
ver en su gloria sin tasa
que es lo menos de su casa
doña Blanca de Castilla?
Pero, pues da al bajo silla
y al cobarde hace guerrero,
poderoso caballero
es don Dinero... (Francisco de Quevedo)

EL SOL,HIMNO

Para y óyeme ¡oh sol! yo te saludo
y extático ante ti me atrevo a hablarte:
ardiente como tú mi fantasía,
arrebatada en ansia de admirarte
intrépidas a ti sus alas guía.
¡Ojalá que mi acento poderoso,
sublime resonando,
del trueno pavoroso
la temerosa voz sobrepujando,
¡oh sol! a ti llegara
y en medio de tu curso te parara!
¡Ah! Si la llama que mi mente alumbra
diera también su ardor a mis sentidos;
al rayo vencedor que los deslumbra,
los anhelantes ojos alzaría,
y en tu semblante fúlgido atrevidos,
mirando sin cesar, los fijaría.
¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente!
¡Con qué sencillo anhelo,
siendo niño inocente,
seguirte ansiaba en el tendido cielo,
y extático te vía
y en contemplar tu luz me embebecía!
De los dorados límites de Oriente
que ciñe el rico en perlas Oceano,
al término sombroso de Occidente,
las orlas de tu ardiente vestidura
tiendes en pompa, augusto soberano,
y el mundo bañas en tu lumbre pura,
vívido lanzas de tu frente el día,
y, alma y vida del mundo,
tu disco en paz majestuoso envía
plácido ardor fecundo,
y te elevas triunfante,
corona de los orbes centellante.
Tranquilo subes del cénit dorado
al regio trono en la mitad del cielo,
de vivas llamas y esplendor ornado,
y reprimes tu vuelo:
y desde allí tu fúlgida carrera
rápido precipitas,
y tu rica encendida cabellera
en el seno del mar trémula agitas,
y tu esplendor se oculta,
y el ya pasado día
con otros mil la eternidad sepulta.
    ¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto
en su abismo insondable desplomarse!
¡Cuánta pompa, grandeza y poderío
de imperios populosos disiparse!
¿Qué fueron ante ti?  Del bosque umbrío
secas y leves hojas desprendidas,
que en círculos se mecen,
y al furor de Aquilón desaparecen.
Libre tú de la cólera divina,
viste anegarse el universo entero,
cuando las hojas por Jehová lanzadas,
impelidas del brazo justiciero
y a mares por los vientos despeñadas,
bramó la tempestad; retumbó en torno
el ronco trueno y con temblor crujieron
los ejes de diamante de la tierra;
montes y campos fueron
alborotado mar, tumba del hombre.
Se estremeció el profundo;
y entonces tú, como señor del mundo,
sobre la tempestad tu trono alzabas,
vestido de tinieblas,
y tu faz engreías,
y a otros mundos en paz resplandecías,
    y otra vez nuevos siglos
viste llegar, huir, desvanecerse
en remolino eterno, cual las olas
llegan, se agolpan y huyen de Oceano,
y tornan otra vez a sucederse;
mientras inmutable tú, solo y radiante
¡oh sol! siempre te elevas,
y edades mil y mil huellas triunfante.
    ¿Y habrás de ser eterno, inextinguible,
sin que nunca jamás tu inmensa hoguera
pierda su resplandor, siempre incansable,
audaz siguiendo tu inmortal carrera,
hundirse las edades contemplando
y solo, eterno, perenal, sublime,
monarca poderoso, dominando?
No; que también la muerte,
si de lejos te sigue,
no menos anhelante te persigue.
¿Quién sabe si tal vez pobre destello
eres tú de otro sol que otro universo
mayor que el nuestro un día
con doble resplandor esclarecía!!!
    Goza tu juventud y tu hermosura,
¡oh sol!, que cuando el pavoroso día
llegue que el orbe estalle y se desprenda
de la potente mano
del Padre soberano,
y allá a la eternidad también descienda,
deshecho en mil pedazos, destrozado
y en piélagos de fuego
envuelto para siempre y sepultado;
de cien tormentas al horrible estruendo,
en tinieblas sin fin tu llama pura
entonces morirá.  noche sombría
cubrirá eterna la celeste cumbre:
ni aun quedará reliquia de tu lumbre!!! (José de Espronceda)

A LA PATRIA 
    
ELEGÍA

   ¡Cuán solitaria la nación que un día
poblara inmensa gente!
¡La nación cuyo imperio se extendía
del Ocaso al Oriente!
   Lágrimas viertes, infeliz ahora,
soberana del mundo,
¡y nadie de tu faz encantadora
borra el dolor profundo!
   Oscuridad y luto tenebroso
en ti vertió la muerte,
y en su furor el déspota sañoso
se complació en tu suerte.
   No perdonó lo hermoso, patria mía;
cayó el joven guerrero,
cayó el anciano, y la segur impía
manejó placentero.
   So la rabia cayó la virgen pura
del déspota sombrío,
como eclipsa la rosa su hermosura
en el sol del estío.
   ¡Oh vosotros, del mundo, habitadores!,
contemplad mi tormento:
¿Igualarse podrán ¡ah!, qué dolores
al dolor que yo siento?
   Yo desterrado de la patria mía,
de una patria que adoro,
perdida miro su primer valía,
y sus desgracias lloro.
   Hijos espurios y el fatal tirano
sus hijos han perdido,
y en campo de dolor su fértil llano
tienen ¡ay!, convertido.
   Tendió sus brazos la agitada España,
sus hijos implorando;
sus hijos fueron, mas traidora saña
desbarató su bando.
   ¿Qué se hicieron tus muros torreados?
¡Oh mi patria querida!
¿Dónde fueron tus héroes esforzados,
tu espada no vencida?
   ¡Ay!, de tus hijos en la humilde frente
está el rubor grabado:
a sus ojos caídos tristemente
el llanto está agolpado.
   Un tiempo España fue: cien héroes fueron
en tiempos de ventura,
y las naciones tímidas la vieron
vistosa en hermosura.
   Cual cedro que en el Líbano se ostenta,
su frente se elevaba;
como el trueno a la virgen amedrenta,
su voz las aterraba.
   Mas ora, como piedra en el desierto,
yaces desamparada,
y el justo desgraciado vaga incierto
allá en tierra apartada.
   Cubren su antigua pompa y poderío
pobre yerba y arena,
y el enemigo que tembló a su brío
burla y goza en su pena.
   Vírgenes, destrenzad la cabellera
y dadla al vago viento:
acompañad con arpa lastimera
mi lúgubre lamento.
   Desterrados ¡oh Dios!, de nuestros lares,
lloremos duelo tanto:
¿quién calmará ¡oh España!, tus pesares?,
¿quién secará tu llanto? (José de Espronceda)

martes, 3 de julio de 2012


AMORES


LIBRO TERCERO

I
Créese que se oculta el templo de una divinidad cierta antigua selva que en muchos años no ha conocido los golpes de la segur; brota allí sagrado manantial bajo una gruta tallada en la roca, y las aves gorjean dulcemente por todas partes; allí me paseaba protegido por la sombra de los árboles, absorto en la obra que había de producir mi Musa, cuando se me acercó la Elegía con los cabellos perfumados y bien dispuestos, pareciéndome que el uno de sus pies. era más largo que el otro: el porte distinguido, la túnica transparente, el aspecto de enamorada y hasta el vicio de los pies contribuía a realzar sus gracias. Acercóseme también a grandes pasos la violenta tragedia, cuyos cabellos flotaban en la frente amenazadora, barriendo el suelo con el manto; en la mano izquierda empuñaba orgullosa el cetro real, y el coturno de Lidia ennoblecía sus plantas, y me dijo la primera: «¿Cuál será el fin de tus amores, ¡oh poeta!, tan remiso en desenvolver tu argumento?» En los báquicos festines se comentan tus locuras lo mismo que en las angostas encrucijadas. Con frecuencia el dedo de alguno señala al vate que pasa, y exclama: «Éste es el que se siente devorado por un amor intenso.»
Sin percatarte eres la fábula de toda la ciudad, cuando falto de pudor relatas tus trapisondas. Ya es tiempo de que empuñes el tirso con vigoroso aliento, harto has descansado; acomete empresas de mayor brío. Achicas tu ingenio con la insignificancia de los asuntos; celebra las hazañas de los héroes, y gritarás con razón: «Tal gloria estaba reservada a mi esfuerzo. » «Tu ilusa juguetona se recrea en componer cantos que repiten las bellas, y en tan frívolo empleo pasaste la primera juventud. Ya es hora que por tu genio conquiste un nombre la tragedia romana; lo tienes de sobra para desempeñar tan alta misión.» Así dijo, se irguió arrogante en los nobles coturnos y sacudió tres o cuatro veces la cabeza poblada de espesa cabellera. La otra, si mal no recuerdo, sonrió mirándola de reojo. ¿Me equivoco, o llevaba en la mano una vara de mirto? «Orgullosa Tragedia -le responde-, ¿por qué me intimidas con frases amenazadoras? No puedes dejar un momento tu severidad. A pesar de esto te has dignado acudir al empleo de medidas desiguales, y me has atacado con los versos que me son propios. Yo no pondré en parangón tus cantos sublimes con los míos; tu suntuoso palacio aplasta tu humilde cabaña.
Soy ligera y sólo trato de Cupido, tan ligero como yo, y no elevo el tono más de lo que conviene al asunto. Sin mí la madre del Amor retozón pierde sus hechizos; soy a la par confidenta y compañera de la diosa. La puerta que tú no conseguirías abrir con tu fiero coturno cede con suma facilidad a mis caricias, y, no obstante, merecí más que tú, soportando muchas cosas que no podrías tolerar sin fruncir el entrecejo. Por mí aprendió Corina a burlarse de su guardián y a romper la cerradura de una puerta bien asegurada; a descender del lecho medio cubierta con la túnica recogida, y mover los tácitos pies en las sombras de la noche. ¡Cuántas veces me suspendí ante su puerta inexorable sin temer que me reconociese la gente que pasaba! Hay más: recuerdo que la criada me acogió un día en el seno hasta que saliera el severo guardián de su ama. ¡Qué digo!, ¿no fui yo el regalo que le enviaste el día de su natalicio, y ella lo rompió colérica y arrojó los pedazos al agua? Yo he sido la primera que fecundizó los gérmenes de tu talento poético; lo que la Tragedia te pide, de mí sola lo recibiste.» Cesaron de contender y tomé así la palabra: «Por vuestro propio honor os ruego que escuchéis atentas mis tímidas voces. La una me brinda el cetro y elevado coturno; y ya brotan frases grandilocuentes de mi boca entreabierta; la otra da a mi amor una fama imperecedera; venga, pues, ésta y añada a los versos largos los cortos. Tragedia, concédela vate un momento de espera; tus obras reclaman mucho espacio y las de la Elegía breves instantes.» Persuadida al fin, accedió a mi súplica: que los tiernos amores se apresuren a gozar la ocasión; después me espera una obra de más grandeza.

II
No me siento aquí porque me interese el certamen de los generosos corceles, aunque deseo que venza aquel a quien favoreces; vine por hablar contigo, por acercarme a tu lado y porque no te sea desconocido el amor que me infundes. La carrera atrae tus miradas; yo pongo en ti las mías; contemplemos los dos el espectáculo que nos place, y hártense en el de placer nuestros ojos. ¡Oh, feliz, sea quienquiera, el corredor que tú favoreces, puesto que alcanzó la dicha de tu preferencia! ¡Que no tuviese yo igual suerte! Entonces, librando los caballos de la estrecha cárcel, me lanzaría a la carrera con ímpetu esforzado, y ya aflojaría las riendas, ya sacudiría el látigo sobre los lomos, ya aproximaría las ruedas casi hasta rozar la meta; mas si llegaba a distinguirte en medio del torbellino, me detendría al instante, y las riendas abandonadas se me caerían de las manos. ¡Ay!, mientras contemplaba tu rostro hermosa Hipodamia, cuán cerca estuvo Pelops de caer muerto por la lanza del rey de Pisa; pero al cabo venció, alentado por tu favor; así venzamos todos los jóvenes gracias a los votos de nuestras queridas. ¿Por qué te apartas en vano de mí? La grada nos obliga a estar unidos, las leyes del circo nos ofrecen tales ventajas;
mas tú no la estrujes, pues se siente molestada por el contacto de tus codos, y tú, que asistes al espectáculo detrás de nosotros, recoge por favor un poco las piernas y no claves tus duras rodillas en su espalda. Veo que tu manto, medio desprendido, se arrastra por el suelo; recógelo, o lo levantará mí solícita atención. Se sentía celoso por cubrir tan lindas piernas; sí, se sentía celoso contemplándolas a su sabor. Tales eran las de la veloz Atalanta, que Milanión hubiera querido tocar con sus manos; tales las de Diana que, con la túnica a la rodilla, acosa intrépida las fieras del bosque. Si me abraso por tales piernas que no logré ver, ¿qué me habría pasado al descubrir las tuyas? Añades fuego a la llama y aguas al mar. Por lo que he visto, sospecho cuánto me enajenarían los tesoros, que velan tus vestidos transparentes. En el ínterin, si quieres refrescarte la cara con un aire ligero, mi mano se encargará gustosa de agitar el abanico. ¿O es, más bien que el temple del aire, el fuego de mi alma lo que te abrasa y un amor arrebatado prende en tu cautivo pecho?
Mientras charlo, tu blanco vestido se ha cubierto de negro polvo. Sucio polvo, huye de su níveo cuerpo. Pero ya sale la pompa procesional; silencio y atención: llega el momento del aplauso, viene la brillante pompa. En primer lugar, resplandece la Victoria con las alas extendidas. Ven aquí y haz, ¡oh diosa! que triunfe mi amor. Aplaudid a Neptuno los que os fiáis demasiado de las olas: yo no tengo nada que ver con el piélago, y vivo contento en mi tierra. Soldado, aplaude a tu dios Marte; aborrezco las armas, soy amigo de la paz y del amor, que vive en medio de sus dulzuras. Que Febo sea propicio a los augures, Diana a los cazadores, y Minerva reverenciada por los artífices manuales. Labriegos, alzaos en presencia de Ceres y el tierno Baco, el púgil conquiste los favores de Pólux y el caballero los de su hermano Cástor. Nosotros reservamos los aplausos para ti, dulce Venus, y el rapaz de potentes flechas; diosa, favorece el principio de mí empresa, infunde en mi amada nuevos pensamientos, para que corresponda a mi predilección. Accede a mi súplica, y con el gesto me ha hecho una señal favorable. Lo que la diosa me concedió, te ruego que lo prometas tú misma, y lo diré, con perdón de Venus: serás para mí una diosa mayor. Lo juro por todos los testigos presentes y por la pompa de los dioses: tú serás eternamente mi dueño adorado; pero tus piernas penden al aire; si gustas, puedes apoyar las puntas de los pies sobre estos listones. Ya el circo se despejó; va a comenzar el espectáculo; el pretor da la señal, y las cuadrigas salen ala vez de sus cárceles. Veo por quién te interesas; vencerá con tu favor; diríase que los mismos corceles penetran tus deseos. ¡Desgraciado de mí!; describe un gran arco en torno de la meta. ¿Qué haces?; tú rival la pasa casi rozando. ¡Infeliz de ti!; inutilizas los buenos deseos de mi amada; por favor, recoge con vigorosa mano la rienda izquierda. Favorecimos a los inhábiles; pero, romanos, llamadlos de nuevo y dadle señal agitando las togas por doquier. ¡Ah!, los llaman, y si quieres evitar que el movimiento de las togas descomponga tus cabellos, puedes resguardar tu cabeza entre los pliegues de la mía. Ya se abren otra vez las puertas de las cárceles, y los combatientes con túnicas de distinto color, lanzan sus bridones a toda rienda. A lo menos ahora toma la delantera, y vuela por el espacio que libre se le ofrece, esforzándose por que se cumplan mis votos y los de mi amada. Los votos de mi amada se han cumplido; restan sólo los míos; el vencedor recoge la palma, yo tengo que ganarla todavía. Ella se rió, y con sus expresivas miradas me hizo alguna promesa. Me basta por hoy; mañana me concederá lo demás.

III
¿Creeré en la existencia de los dioses? Se burló de la fe jurada, y su rostro permanece tan hermoso como antes; tan largos como eran sus cabellos antes del perjurio lo son después de haber engañado a los númenes. Ayer las rosas purpúreas se fundían en la blancura de su tez, y hoy el rubor la colorea con más rojos matices; su pie era diminuto, y aun conserva su lindísima forma; alta fué y graciosa, y alta y graciosa sigue siendo; tenía unos ojos provocado res, y todavía resplandecen como estrellas los ojos con que me burló tan a menudo su perfidia. ¿Será que los dioses permiten eternamente a las muchachas los falsos juramentos, o que la hermosura es otra especie de divinidad? Recuerdo que ella juró poco ha por sus ojos y los míos, y sólo los míos han llorado. Decidme, dioses, si ella os burla impunemente, ¿por qué sobrellevo el castigo que otra merece? ¿No os declarasteis sin reparo contra la virgen Cefea, condenándola a muerte por el orgullo que sintió su madre viéndola tan hermosa? ¿No bastó que fueseis para mí testigos sin crédito, y que ella, incólume, se riera de mí y de los dioses? ¿Se redimirá del perjurio con mi pena y, sobre engañado, seré además víctima de la engañadora? O el nombre de dios no tiene realidad y se le teme sin razón por la necia credulidad de los pueblos, o si existe un dios se declara amante de las tiernas doncellas y les permite atreverse a crueles iniquidades. Empuña Marte contra nosotros la mortífera espada, y con invencible diestra Palas nos asesta su lanza; en nuestro daño se encorva el arco flexible de Apolo, y el potente brazo de Jove fulmina sobre nuestras cabezas el rayo; pero los dioses, aun agraviados, evitan ofender a la hermosura y hasta temen a las que desafían su cólera. ¿Y hay quien se afane por quemar el piadoso incienso en las aras? Es indudable que los hombres debían alardear de ánimo más esforzado. Júpiter, que lanza sus rayos sobre los bosques y las fortalezas, prohíbe a sus dardos de fuego que hieran a las perjuras. Muchas merecieron el castigo, y sólo abrasó a la desventurada Semele, sólo ésta arrostró la pena de su excesiva complacencia. Si se hubiese substraído a los obsequios del amante, no habría llevado el padre la carga de Baco que correspondía a la madre. Mas ¿a qué me lamento y revuelvo airado contra el cielo? Los dioses también tienen ojos, los dioses también tienen corazón, y si yo fuese un dios consentiría, sin darme por ofendido, que la mujer con sus embelecos engañase mi divinidad; yo mismo ¿firmaría con juramentos que las doncellas no juraban en falso, y no dirían de mí que fuese un dios adusto; sin embargo, acostúmbrate a usar de su clemencia con moderación, o por lo menos, joven, ten piedad de mis ojos.

IV
Rígido esposo que Pusiste un guardián a tu juvenil compañera, son inútiles tus precauciones: la mujer se defiende con su propia virtud. Aquella es casta que no lo es por miedo, y la que no peca por falta de ocasión, es como si pecara. Si tu vigilancia preserva el cuerpo, su mente se goza en el adulterio, y nadie alcanza a vigilar a la qué rechaza los guardianes. Aunque asegures bien los cerrojos, no aprisionarás el pensamiento, y después de despedir a todos, el adúltero se quedará dentro de casa. El que puede faltar sin miedo, falta menos, y sus apetitos languidecen por la misma libertad que goza. óyeme, cesa de irritar el vicio con la persecución; lo vencerás más fácilmente con una obsequiosa complacencia. Yo vi poco ha galopar tan presto como el rayo un corcel indómito, que se revolvía contra el freno, y detenerse de súbito así que cesó la opresión y sintió flojas las riendas sobre las espesas crines. Apetecemos siempre lo vedadlo y deseamos lo que se nos niega, como el enfermo ansía el agua que se le prohíbe. Argos tenía cien ojos en la frente y otros cien en la cabeza, y el amor, siendo solo, le engañó cuando quiso.
Dánae fue enterrada virgen en la torre infranqueable de hierro y piedra, y allí se convirtió en madre; y Penélope permaneció inmaculada entre sus jóvenes pretendientes, y eso que no la defendía ningún guarda. Anhelamos más lo que se nos veda, y la misma cautela llama al ladrón. Pocos aman los placeres que otro les consiente. Más que por la cara, ella seduce por el interés que, inspira al marido, y le supongo no sé qué hechizos, que lo cautivan. No sea virtuosa la mujer que vigila. su dueño, sino adúltera, y se verá amada. El temor que infunde le da más precio que la belleza. Indígnate enhorabuena; me gustan los placeres prohibidos, y sólo me place la que suele decir: «Tengo miedo.» Tampoco te asiste el derecho de esclavizar - a una mujer libre; este temor debe aterrar a las mu- jeres de pueblos extraños, para que el espía se jacte de decir con seguridad: «Yo lo conseguí», de modo que resulte casta por los méritos de tu siervo. Es harto simple el que se siente ultrajado por el adulterio de su esposa, y no conoce bastante las costumbres de la ciudad, en la que no nacieron sin mácula los hijos de Ilia y Marte, Rómulo y Remo. Si la querías casta, ¿por qué la buscaste tan hermosa? Estas dos prendas de ningún modo saben ir juntas. Si tienes discreción, sé complaciente con tu consorte, no la trates con ceño severo, ni sustentes los derechos de un rígido esposo; acoge benévolo los, amigos que ella te dé, y serán muchos, y con poco esfuerzo obtendrás grandes ventajas, pudiendo asistir cuantas veces quieras a los festines de la juventud y llenar tu casa de regalos que no te cuesten dinero.

V
Era de noche; el sueño cerró mis ojos fatigados, y tales visiones sembraron el terror en mi ánimo. Sobre la falda de un monte expuesta al Mediodía alzábase sacro bosque cubierto de encinas, en cuyas ramas se refugiaban innumerables aves; al pie se extendía un prado rebosante de verdor, humedecido por el raudal sonoro de un pequeño arroyuelo. Quise defenderme del calor bajo la sombra de los árboles, pero hasta al abrigo de sus ramas me sentía sofocado. De súbito, paciendo, las hierbas con las flores silvestres, se destacó ante mi vista una ternera más blanca que la nieve cuando acaba de caer y no ha tenido aún tiempo de convertirse en líquidos raudales, y más que la espuma bulliciosa de la leche de la oveja en el momento de ser ordeñada. Un toro la acompañaba, su feliz esposo; se recuesta junto a ella en el blando suelo, y mientras tendido rumia lentamente las hierbas que le devolvía el estómago y se alimenta de nuevo con lo ya pastado, el sueño viene de pronto a quitarle las fuerzas y deja caer en tierra su cabeza, temida por los cuernos.
Entonces una corneja corta los aires con rápidas alas; llega a posarse, graznando, sobre la verde alfombra, y hunde tres veces su insolente pico en el pecho de la blanca ternera, arrancándole vedijas como la misma nieve. La ternera, indecisa breve rato, abandona por fin el prado y el toro, llevando en el blanco pecho la señal de una mancha negra, y así que ve a lo lejos su torada en los amenos pastos, pues más lejos pacía a sabor las viciosas hierbas, corre presurosa a mezclarse entre el rebaño y a buscar el sustento en suelo más fértil. Ea, dime, intérprete de las pesadillas nocturnas, seas quienquiera, si entrañan algo verdadero, ¿qué significan estas visiones? Así le pregunté, y, así me contestó el intérprete de los sueños de la noche, reflexionando con detenimiento sobre estas apariciones: «El calor que pretendías evitar con el toldo de las móviles hojas, sin conseguirlo, era el fuego de tu sangre; la vaca era tu amada; el blanco color la conviene como a ninguna, y tú el toro que seguía sus huellas; la corneja que hundió el agudo pico en su pecho es una vieja tercera que pretende corromper su disposición; la vaca que abandonó al toro significa la indiferencia con que te abandona en tu lecho solitario, y la lividez y las negras manchas advertidas en su pecho revelan la torpeza del adulterio que mancilla a tu amada.» Así dijo el intérprete; palideció mi rostro, falto de sangre, y en mis ojos reinó una sombría noche.

VI
Río que festoneas el limo de tus márgenes con verdes cañaverales, corro a ver a mi amada; detén el curso un instante; no tienes puente ni ligera barca que, sin ayuda de remos, me conduzca a la otra orilla cogido al cable; recuerdo que eras de escaso caudal, y no temí atravesarte, porque el agua apenas mojaba mis talones, y ahora te precipitas con estruendo, engrosado por las deshechas nieves del monte vecino, y revuelves tus profundas aguas en un lecho cenagoso. ¿Qué me sirvió la premura?; ¿qué dedicar al sueño tan corto rato y juntar la noche con el día, si había de detenerme aquí, no consiguiendo por ningún medio poner el pie en la opuesta orilla? ¡Que no tenga yo las alas del heroico hijo de Dánae, que arrebató la cabeza erizada de terribles serpientes, o gobierne el carro de Ceres, del cual caían sobre un suelo inculto las primeras semillas! Mas éstos son falsos prodigios que abortó la fantasía de los antiguos poetas, que no han sucedido nunca ni tampoco sucederán. Tú, río que derramas las aguas entre tan distantes riberas, así sea eterno tu curso; vuélvete a los antiguos límites. Créeme, reducido a torrente no serás víctima del odio que te persiga, si se sabe que has detenido los pasos de un amante. Los ríos deben ayudar a los enamorados en sus empeños, puesto que ellos mismos sintieron un día los efectos del amor. Es fama que el pálido Ínaco, apasionado por Melia la de Bitinia, se abrasaba en medio de sus heladas ondas. El sitio de diez años aun no había destruído a Troya cuando Neera cautivo tus sentidos, ¡oh Janto! Pues qué, ¿la ciega inclinación que le inspiró una virgen de Arcadia no obligó al río Alfeo a discurrir por diversas tierras? También se cuenta de ti, Peneo, que escondiste en las comarcas de Phtiotida a Creusa, prometida de Janto. ¿Hablaré del Asopo, a quien subyugó la varonil Teba, que vino a ser madre de cinco hijas? Si pretendiese inquirir, Aqueloo, dónde tienes ahora tus cuernos, te lamentarías de habértelos roto la mano de Hércules iracundo. Lo que no sintió por Calidón ni toda la Etolia, lo hizo por la sola Deyanira. El opulento Nilo, que por siete bocas paga al mar su tributo, y sabe tener oculta la fuente de sus aguas caudalosas, es fama que no pudo templar en el hondo abismo el ardor que le abrasaba por Evadne, hija de Asopo; como el Enipeo, empeñado en obtener los abrazos de la hija de Salmoneo, mandó que las aguas se retiraran, y las aguas obedecieron su mandato. No te pasaré en silencio a ti, que, rompiendo entre las duras peñas, riegas con tus espumosos raudales los campos de Tibur Argeo; ni a ti, a quien sedujo Ilia, aunque descompuesta, mal vestida y delatando las señales de sus uñas en el cabello y semblante. Quejosa de la crueldad de su tío y el crimen de Marte, erraba por las márgenes solitarias; el río la vió desde sus rápidas ondas, y alzando por encima de ellas la cabeza, en ronca voz le dijo: «¿Por qué, ¡oh Ilia!, linaje de Laomedonte el de Ida, recorres mis riberas con tal ansiedad?; ¿por qué desechas tus adornos?; ¿por qué vagas solitaria?; ¿por qué la blanca cinta no sujeta tu esparcida cabellera?; ¿por qué lloras y empañas el brillo de tus húmedos ojos, y con irritada mano golpeas el desnudo pecho? Tiene un corazón de roca o de hierro quien sin lástima ve deslizarse las lágrimas por una hermosa cara. Ilia, depón el miedo; mi palacio te acogerá, y los ríos formarán tu cortejo.
Ilia, deja de temer; dominarás sobre cien o más Ninfas, porque en mis ondas habitan cien o más. Sólo te ruego, vástago de la sangre troyana, que no me desprecies, y ten la seguridad de que mis regalos excederán a mis promesas. » Dijo, y ella, inclinando con modestia la mirada al suelo, humedecía en tibio llanto su seno. Tres veces quiso darse a la fuga, y otras tantas quedó inmóvil al borde de las próximas aguas: el miedo le privó del aliento para huir; por fin, se mesó con enemiga mano el cabello, y sus trémulos labios prorrumpieron en amargas quejas: «Pluguiese al cielo que, virgen todavía, mis cenizas fuesen recogidas y sepultadas en la tumba de mis padres. ¿Por qué siendo vestal fui invitada a las antorchas de Himeneo, y con vergüenza mía quedé incapacitada para velar el sacro fuego de Ilión? ¿Qué me detiene? Ya los dedos del vulgo me señalan como una adúltera; acabe esta atroz ignominia que delata mi frente.» Dice así, y cubriendo con el vestido los tímidos ojos, se precipita resuelta en la veloz corriente;
mas el río lascivo, al caer, le puso las manos sobre el pecho, y se dice que la admitió en su tálamo a título de legítima esposa. Es harto creíble que te encendiera la sangre alguna otra beldad; pero los bosques y las selvas ocultan tus hazañas. Mientras hablo, el raudal de tus ondas va engrosando, y tu álveo profundo se niega a contener las aguas que recibe. Río furioso, ¿qué cuentas tengo contigo?; ¿por qué difieres los goces de dos amantes?; ¿por qué interrumpes osado mi camino? ¿Qué no harías si el propio caudal te convirtiese en un río generoso, si tu nombre fuera conocido en todas las regiones? Pero no tienes un nombre, recoges tus aguas de los arroyos secos en verano, y ni conocemos la fuente de donde naces ni la morada que habitas. Forman tu nacimiento las lluvias y las nieves derretidas que el invierno perezoso te suministra por únicas riquezas en la estación de los hielos, y ya tu corriente se precipita llena de fango, ya durante el estío apenas humedece su árido cauce. ¿Qué viajero sediento pudo entonces apagar su ansiedad en tus ondas?; ¿quién te dijo nunca con voz agradecida: «Corre eternamente»? Tu curso es funesto a los rebaños, y más funesto a los campos; acaso otros sientan estos males, yo me quejo de los míos. ¡Ay!, en mi demencia le he contado los amores de los grandes ríos, y me sonrojo de haber recordado nombres tan excelsos a un indigno riachuelo. No sé cómo contemplándolo pude mentar los timbres insignes del Aqueloo y el Ínaco junto con el famosísimo Nilo. Sólo te deseo, en pago de tus méritos, torrente cenagoso, que no veas nunca más que soles abrasadores e inviernos sin lluvias.

VII
¿Acaso esta joven no es hermosa y distinguida por su elegancia, y no fué por mucho tiempo el ídolo de mis votos? Sin embargo, la languidez me impidió gozar sus favores, y, ¡qué sonrojo!, caí como una masa pesada en el lecho perezoso. Yo anhelante de placer, y ella encendida en el mismo ardor, no pudimos saborearlo por la impotencia a que me redujo mi lasitud. Ella pasó en torno de mi cerviz el ebúrneo brazo, más blanco que la nieve de Sitonia; su lengua ardiente estampó cien besos en mi boca, cruzó con la mía su pierna lasciva, me prodigó mil ternuras, me llamó su dueño, me dijo todas aquellas palabras que excitan el vigor, y, no obstante, mis fríos miembros, como si estuviesen emponzoñados por la cicuta, se negaron a satisfacer sus deseos. Yacía como un tronco inerte, como una estatua, como un peso inútil, y llegué a dudar si era un cuerpo o una sombra. ¿Cuál será mi vejez, si logro alcanzarla, cuando en la misma juventud desfallecen mis fuerzas? ¡Ah!, me avergüenzo de mis años; soy un hombre joven todavía, y mi amiga no me encuentra ni hombre ni joven, y se alza del lecho como la casta sacerdotisa que ha de velar el fuego eterno de Vesta, o la hermana se aparta de su querido hermano, y eso que hace poco cumplí como bueno dos veces con la rubia Clide, tres con la blanca Pitho y otras tantas con Libas, y estrechado por las instancias de Corina, recuerdo que en una corta noche repetí nueve veces el asalto. ¿Entorpece mi cuerpo por ventura un veneno de Tesalia, o los ensalmos y las maléficas hierbas han hecho mi desgracia? Tal vez alguna hechicera escribió contra mí nombres siniestros en la cera de Fenicia, y me clavó en el mismo hígado sus agujas sutiles. Los dones de Ceres, sometidos al influjo de un encantamiento, se convierten en hierbas estériles, y con el poder de los ensalmos se agotan los raudales de una fuente, la bellota asimismo se desprende de la encina, las uvas caen de las cepas y los frutos del árbol, sin que nadie sacuda sus ramas. ¿Quién, pues, impedirá que las artes mágicas paralicen mis nervios? Acaso su influencia convirtió mi cuerpo en un tronco insensible. Añádase el sonrojo por lo que me sucedía, que acrecentó mi flojedad y fué la segunda causa de la impotencia a que me vi reducido.
¡Y qué hermosa estaba cuando la vi y la toqué tan cerca como la túnica que roza su lindo cuerpo! A tan dulce contacto, el rey de Pilos hubiera podido rejuvenecerse, y Titón alcanzar fuerzas impropias de sus años. Ella se ofrecía a mi voluntad, y no encontró en mí un hombre. ¿Qué súplicas concebirán mis votos ahora? Creo que los altos dioses se arrepintieron de favorecerme en vista del mal uso hecho de los presentes concedidos. Deseaba ser bienquisto, y lo fuí; darle a mi ,gusto cien besos, y se los he dado; yacer junto a ella, y lo conseguí. ¿De qué me sirven las mercedes de la fortuna y poseer un reino sin reinar? Como rico avaro, guardé las riquezas sin usufructuarlas. Así el divulgador de los secretos de los dioses muere de sed en medio de las ondas, y contempla próximas las frutas que nunca ha de probar; así el esposo deja por la mañana el lecho de la tierna consorte y se acerca puro a las santas aras de los númenes. Pero tal vez no me prodigó los besos más incitantes y ardorosos y no puso en juego todas las habilidades que estimulan el apetito. Ella puede ablandar con sus caricias las robustas encinas, el duro diamante y la insensible roca; ella tiene recursos para conmover a quien aliente con vida y sea hombre; mas en aquel momento yo no vivía, ni era hombre como antes.
¿Qué placer proporcionarán al que esté sordo los cantos de Femio, o una tabla pintada al miserable Tamiras? ¡Y qué goces me habían prometido mis secretos deseos!; ¡cuántos diversos modos de holgarme no imaginé y dispuse a placer!; pero mis miembros yacían torpemente como muertos y marchitos, como la rosa cogida el día anterior, y ahora, que no es tiempo, lozanean vigorosos, se sienten con brío y reclaman el puesto a que los invita la lucha. ¿Por qué no te abates llena de confusión, torpísima parte de mi ser? Así me dejé burlar anteriormente por tus promesas. Tú engañaste a mi amada, por ti me hallé inerme en la lid, y con no poca afrenta soporté daños gravísimos. Mi bella no se dignó acariciarte con su mano delicada, viendo que no conseguía excitar tu pujanza por ningún medio, y que languidecías olvidada de tus antiguas proezas.
«¿Por qué me burlaste? -dijo-; insensata, ¿quién te obligó a extender los helados miembros en mi tálamo? O una hechicera de Ea te ha trastornado con sus franjas de lana, o vienes a mis brazos ya rendido en los de otra.» Sin demora salta del lecho, cubierta con la tenue túnica, y con los pies descalzos huye lejos de mí; y a fin de que su sierva no creyese que salía intacta de mi lado, disimuló esta afrenta lavándose el cuerpo.

VIII
¿Habrá quien admire todavía las bellas artes y crea que tienen algún mérito los versos enternecedores? En otro tiempo el ingenio se apreciaba más que el oro; hoy el no poseer nada es una gran barbarie. Mis libros deleitaron a mi hermoso tormento; han podido penetrar en su casa, y a mí se me niega este permiso. Los alabó en extremo; pero después de alabarlos me cerró la puerta, y a pesar de mi genio, vago sin rumbo fijo de acá para allá. Apareció un rico de ayer, un caballero harto de sangre, que al precio de sus heridas se labró una cuantiosa renta, y fue suya la victoria. Insensata, ¿podrás estrecharle en tus hermosos brazos y reposar en el lecho oprimida por los suyos? Si lo ignoras, su cabeza solía cubrirse con el yelmo; el cuerpo que pretendes gozar ceñía la espada; la mano izquierda, en la que sienta mal el anillo de oro, traía el escudo, y si tocas su diestra sentirás aún su crueldad. ¿Serás capaz de oprimir sin repugnancia esa diestra cansada de matar? ¡Ay!, ¿dónde está aquella delicadeza de tu corazón? Repara en sus cicatrices, vestigios de las pasadas luchas; cuanto tiene, con su sangre lo ha comprado.
Tal, vez te relate a cuántos hombres degolló, y tu avaricia osará tocar las manos que lo atestiguan; mientras yo, el sacerdote puro de las Musas y de Febo, canto mis versos inútiles a tu puerta cerrada. Los que sabéis vivir, no aprendáis las artes sin provecho que cursamos, sino a seguir la carrera de las armas y los crueles campamentos. En vez de componer inspirados versos, alístate, Homero, entre los primípilos, y así conquistarás las caricias de tu amada. Júpiter, persuadido de que no había nada tan poderoso como el oro, se convirtió en él para seducir a una virgen. Sin el aliciente de las dádivas, fué duro el padre, la hija desdeñosa, las puertas infranqueables y la torre de bronce; mas así que el adúltero astuto ofreció ricos presentes, Dánae descubrió el pecho, accediendo a sus pretensiones. En la edad en que el viejo Saturno ocupaba el trono del cielo, la tierra celaba en su seno tenebroso todos los metales; el bronce y la plata, el oro y el pesado hierro pertenecían a los Manes, y no existían los tesoros; el suelo, en cambio, daba otros más ricos: sin romperlo el corvo arado, producía las espigas, los frutos y la miel destilada del hueco tronco de la encina;
nadie abría los surcos con la aguda reja, ni el agrimensor señalaba los límites de los campos; los remos, aun desconocidos, no azotaban las olas imponentes, y la costa era el último confín de los mortales. La índole de los hombres, industriosos contra sí mismos, ingenióse en acarrear infinitos males. ¿Qué ganó en ceñirlas ciudades de torres y murallas, poniendo el hierro en las manos de los pueblos enemigos? Si te hallases contento en la tierra, ¿para qué necesitabas surcar el piélago? ¿Por qué no intentaste escalar el cielo como un tercer reino? Mas en lo posible también aspiras al cielo. Quirino, Baco, Hércules y César tienen templos como los dioses. Despreciando los frutos, arrancamos a la tierra filones de oro, y el soldado granjea las riquezas adquiridas a costa de sangre. La curia se cierra a los pobres; la renta concede los honores; de aquí salen el juez adusto y el bravo caballero; háganse dueños de todo, dominen en el campo de Marte y en el foro, sean árbitros de la paz y la guerra sanguinaria; mas no lleven su avidez hasta desposeernos de nuestras queridas, y nos daremos por satisfechos si permiten a los pobres poseer alguna cosa. Pero hoy, aunque una joven iguale a las ásperas Sabinas, obedece como sierva a los que pueden dar a manos llenas. El guardián me rechaza, ella teme verme víctima de la cólera del marido; si diese con prodigalidad, el uno y el otro me franquearían la casa. ¡Oh!, si hay algún dios vengador del amante desdeñado, reduzca a polvo las riquezas tan mal adquiridas.

IX
Si la madre de Memnón, si la madre de Aquiles lloraron la muerte de sus hijos; si los mismos dioses sienten los golpes de un destino cruel, tú también, lastimera Elegía, desata los trenzados cabellos, y así merecerás, con razón el nombre que llevas. El vate que te cultivó tan solícito, que constituía tu gloria, Tibulo, al fin es un cuerpo exánime que consumen las llamas de la pira. Contempla al hijo de Venus cómo lleva la aljaba invertida, rotos los arcos y extintas las antorchas; mírale avanzar, digno de lástima, con las alas caídas, y de qué modo se golpea el pecho con los crispados puños; sus cabellos, esparcidos por la cara, se bañan de lágrimas, y su boca prorrumpe en violentos sollozos. Así, marchando a los funerales de su hermano Eneas, se dice, ¡oh hermoso Julo!, que salió de tu palacio. La desolación de Venus por la muerte de Tibulo no fué menos intensa que la sentida cuando un feroz jabalí destrozó el pecho de Adonis. Se nos llama a los vates seres sagrados y favoritos. de los dioses, y hay quienes piensan que alentamos con un numen divino; pero la muerte intempestiva profana todo lo sagrado y pone por igual en todos las invisibles manos. ¿De qué le sirvieron su padre y su madre a Orfeo de Ismara, y haber dominado con sus cantos las feroces alimañas? Lino, que tuvo el mismo padre, Lino fué llorado a los acordes de la lira en el fondo de las selvas. No olvides al cantor de Meonia, fuente perenne que brinda raudales de inagotable inspiración a los labios de los poetas; llególe su última hora y se hundió en el tenebroso Averno, Sólo los cantos se libran del rigor de las llamas; la obra del vate es imperecedera. Vive eterna la fama del sitio de Troya, y la de la tela interminable que la astuta Penélope destejía por la noche. Así Némesis y Delia alcanzarán un nombre inmortal: su cuita reciente la una, la otra su primer amor. ¿De qué os sirven los sacrificios? ¿Qué os aprovechan ahora los sistros de Egipto, y el haberos abstenido de admitir a nadie en el lecho? Cuando el destino fatal nos arrebata a los buenos, perdonad la blasfemia, llego a creer que no existen los dioses. Vive, piadoso, morirás; frecuenta devoto los altares, la muerte implacable te arrancará del templo para hundirte en la tumba. Confía en tus excelentes versos; mirad cómo yace Tibulo: de su grandeza apenas ,quedan los restos que caben en la urna cineraria.
Tú, egregio vate, eres consumido por el fuego de la pira, que no temió alimentarse con tus despojos; el que ha cometido tan horrendo crimen, lo mismo consumiría en las llamas los áureos templos de los inmortales. La diosa que reina sobre el monte Erix apartó la vista, y aun hay quien dice que no pudo reprimir el llanto; y con todo, fué preferible su suerte a que la tierra de Feacia lo sepultara ignorado en extraño suelo. Aquí, al menos, su madre le cerró los húmedos ojos al expirar, y ofreció a sus cenizas los últimos dones; aquí su hermana, mesándose lo s revueltos cabellos, tomó parte en el dolor de la mísera madre. Némesis y tu primera amante juntaron sus labios con los tuyos y no abandonaron un momento, la pira. Delia, al separarse, dijo: «Yo fuí la más venturosa de todas; viviste mientras te abrasaba el fuego de mi pasión.» Y Némesis le contestó: «¿Vienes a insultar mi dolor? En su lecho de muerte oprimió la mía con su mano desfallecida.» ¡Ah!, si de nosotros queda algo más que el nombre y la tenue sombra, Tibulo pisará los Campos Elíseos, y con tu amigo Calvo saldrás a recibirle, docto Catulo, ceñidas de hiedra las sienes juveniles, y tú también, Galo, tan pródigo de la sangre y la vida, si es falsa la imputación de que ultrajaste a un amigo. Por éstas se verá acompañada tu sombra, si hay algo, de real en la sombra del cuerpo, y a sus piadosos acentos se mezclarán los tuyos, elegante Tibulo.
¡Ojalá tus restos reposen tranquilos en la urna que los guarda, y la tierra no caiga pesada sobre tus cenizas!

X
Llegó el aniversario de las fiestas de Ceres; la doncella descansa sola en el vacío lecho. Rubicunda Ceres, que coronas de espigas tus finos cabellos, ¿por qué en el día de tu festividad nos prohíbes los placeres? En todas partes, ¡oh diosa!, las gentes pregonan tu munificencia, y ninguna es tan favorable a la dicha de los mortales. Antes los incultos labriegos no conocían el pan, y la era fué entre ellos un nombre ignorado; mas las encinas que promulgaron los primeros oráculos les sustentaban con su bellota; está y la tierna hierba arrancada del césped constituían su alimentación. Ceres les enseñó la primera a arrojar en los campos la semilla, que luego se hinchaba, y a segar con la hoz las áureas espigas; la primera forzó a los toros a doblar sus cervices al yugo, y a remover con el corvo diente la tierra endurecida. ¿Quién creerá que se alegra con las lágrimas de los amantes y quiere ser festejada con los tormentos de la continencia? Aunque ame los campos feraces, no es una diosa rústica, ni su pecho está cerrado al amor. Creta será testigo, y no todo son ficciones en Creta, tierra orgullosa de haber nutrido a Jove. Allí, de niño, el soberano que reina en los cielos bebió la leche con sus labios infantiles. Este testimonio merece fe completa; el testigo fué alabado por el dios, y creo que Ceres confesará una flaqueza harto conocida. La diosa de Creta vió a Jasón por las faldas del Ida, atravesando con mano vigorosa los costados de las fieras; lo vió, y así que el fuego prendió en la ardiente sangre de sus venas, el pudor y el amor comenzaron a disputarse la presa. El pudor cayó rendido ante el amor, y vieras en seguida los surcos estériles y secos, sin producir una mínima parte del grano que en ellos se depositaba; los azadones cavaban esforzados el suelo, la reja penetrante rompía el duro seno de la tierra, las semillas se esparcían con igualdad por los anchos campos, y las ruines cosechas defraudaban las esperanzas del cultivador. La potente diosa de los frutos erraba por los espesos bosques; la guirnalda de espigas habíase desprendido de su larga cabellera, y sólo la fértil Creta disfrutó un año abundantísimo, pues todas las regiones que visitaba la diosa se cubrían de ricas mieses. El mismo Ida las vió crecer abundantes en sus bosques, y el feroz jabalí del monte se alimentó con su trigo. El legislador Minos deseaba a su patria años semejantes, y que fuese eterno el amor que embargaba a Ceres. Rubia diosa, las noches tristes que lloraste en el desierto lecho, yo tengo que lamentarlas por fuerza en el día que se consagra a tu fiesta. ¿Por qué he de entristecerme, cuando tú has encontrado una hija, una reina, que por azar de la suerte sólo reconoce superior a Juno?: Los días festivos incitan al amor, los cantos y los festines: éstas son las ofrendas que debemos brindar a los dioses inmortales.
XI
He sufrido mucho y por largo tiempo; tu perfidia acabó con mi paciencia: amor bochornoso, huye de mi pecho quebrantado. Al cabo ya soy libre, ya rompí las cadenas, y me avergüenza haber soportado tanto desprecio sin rubor. Vencimos y pisoteamos al tirano que nos esclavizaba, tarde sentí él ultraje d e mi altiva frente. Sufre y endurece tu condición: acaso el dolor te sea algún día de provecho; un jugo amargo fortalece en mil ocasiones, al viajero cansado. ¿Conque después de verme rechazado cien veces de tu puerta, yo, hombre libre, llegué a reposar en sus umbrales?; ¿con que yo, como un esclavo, me constituí en guardián de tu casa cerrada, en tanto que estrechabas en tus brazos a no sé qué rival? He visto a tu amante que salía rendido de allí, con paso inseguro, como un inválido del servicio; pero esto es una nonada en parangón del sonrojo que sentí al verme descubierto por él : que ese oprobio confunda a mis enemigos. ¿Cuándo dejaste de verme a tu lado en los paseos, siendo tu defensor, tu amante y tu fiel compañero? Todos saben que por mis cantos llegaste a ser querida del pueblo, y que nuestro amor fue el principio de otros muchos amores. ¿A qué recordar los torpes embustes de tu pérfida lengua, y los juramentos hechos a los dioses que en m¡ daño burlaste?; ¿a qué insistir en las secretas señales de los jóvenes que asistían al festín, y los signos convenidos para descifrar la intención de las palabras?; Me dijeron que estaba enferma; como un loco corrí precipitado, llegué, y vi que no estaba enferma para mi rival, Insensible toleré estos sofiones y otros que me callo; búscate al que quiera desde hoy tolerarlos por mí. Ya he ceñido mi nave con la corona votiva, y segura en el puerto, oye el estruendo de las olas, Cesa de prodigarme tus caricias y tus palabras, otros días poderosas; no soy un estólido como antes lo fui.
Siento mi corazón versátil luchar de una parte con el amor, de la otra con el odio, y sospecho que vencerá el primero. Si puedo, odiaré; si no, amaré mal de mi grado; tampoco el toro ama el yugo, y lo sobrelleva aborreciéndolo. Huyo su perfidia, y su beldad me impide la fuga; aborrezco sus perversas mañas y amo la gentileza de su cuerpo. Así, no puedo vivir sin ti, ni contigo, y yo mismo no sé lo que deseo. Quisiera que fueses menos hermosa o menos falaz: tanta hermosura no encaja bien en tan ruines costumbres. Tus actos merecen mi odio, tu rostro se capta ni¡ amor; desventurado de mí, que doy más precio a los hechizos que a las falsías. Perdóname, por los derechos del tálamo que compartimos; por todos los dioses, que consienten tus repetidos engaños; por tu cara, que admiro como la de una suprema divinidad, y por tus ojos, que cegaron los míos. Seas como fueres, serás siempre mi amada; elige entretanto si quieres que te quiera de corazón o que te ame por fuerza. Desplegaré mejor las velas, y aprovecharé los vientos que las impulsan : pues aunque lo rehuse, me veré obligado a amarla.
XII
¿Cuál fue el día, aves siniestras, en que predijisteis que mis sucesos habían de ser siempre desgraciados?; ¿qué astro debo considerar como el enemigo de mis dichas?; ¿a qué dioses acusaré por la guerra que me declaran? La que ayer se dijo prenda mía, la que sólo fué amada por mí, hoy recelo que tenga que compartirla con mis rivales. ¿Me equivoco?; ¿no la hicieron famosa mis versos? Así sucedió: mi ingenio la convirtió en una cortesana, y con razón; ¿a qué pregoné tanto el hechizo de su hermosura? Yo tengo la culpa de que venda sus gracias; yo la he servido de cebo; yo guié los pasos de sus pretendientes, a quienes abrí las puertas de su casa. Dudo que los versos me aprovechen de nada, y estoy bien seguro de los males que me han acarreado. Sí; ellos concitaron a los envidiosos de mi ventura. Cuando pude cantar el sitio de Tebas, la ruina de Troya y las hazañas de César, Corina fué la única que exaltó mi ingenio, ¡Ojalá las Musas se me declararan enemigas al componer los primeros versos, y Febo me abandonase en la prosecución de mi faena! Como se suele dar crédito al testimonio de los poetas, deseaba que mis ficciones no careciesen de valor.
Por nosotros, Escila, que cortó los canos cabellos a su padre, ciñe las caderas con una traílla rabiosa de perros; nosotros pusimos alas en los pies, sierpes en los cabellos, y condujimos vencedor al nieto de Abas, sobre alado corcel; nosotros dimos al gigante Ticio su enorme corpulencia, y sus tres bocas al Cancerbero erizado de víboras; dimos a Encélado los mil brazos con que arroja sus dardos, y forjamos los héroes sorprendidos por los cantos de una virgen hechicera. En las odres del rey de Itaca encerramos los vientos huracanados de Eolia, y dejamos a Tántalo, por su indiscreción, morir de sed en medio del río. A Níobe la transformamos en roca, y a una virgen la convertimos en osa. El ave de Cecrops llora la tragedia del Odrisio Itis; Júpiter se transfigura ya en ave, ya en lluvia de oro, ya en el bruto que rompe las olas con una virgen sobre la espalda. ¿Hablaré de Proteo, y los dientes que engendraron a los tebanos, y los bueyes que vomitan llamas por la boca, y las lágrimas de ámbar que surcaron las mejillas de tus hermanas, desventurado Faetonte, o de aquellas naves convertidas en diosas marinas, y del sol que huyó horrorizado del espantoso festín de Atreo, o de las duras rocas que siguieron los acordes de la lira? La fecunda libertad de los vates recorrió los infinitos espacios sin sujetar sus creaciones a la fidelidad histórica; así os debieron parecer falsos los elogios que tributé a Corina, y así, vuestra credulidad no ocasionaría mi tormento.

XIII
Como mi esposa nació en la comarca de los Faliscos, rica en vergeles, llegamos un día a tocar los muros de la ciudad que expugnaste, ¡oh gran Camilo! Los sacerdotes preparaban la fiesta de la casta Juno y los célebres juegos en que se sacrifica una vaca indígena. Estos ritos valían la pena de que me detuviese a estudiarlos, sin retraerme por lo escabroso del camino que conduce entre riscos al lugar de la ceremonia, que es un antiguo bosque sagrado y casi impenetrable por la espesura de las ramas. Contémplalo, y no dudarás que en tal sitio reside un numen. El ara recibe las preces y el incienso de las almas piadosas; ara fabricada sin arte por la mano de nuestros antepasados. Aquí; luego que resuenan los acentos solemnes de la flauta, el cortejo anual pónese en marcha por veredas cubiertas de césped; entre los aplausos del pueblo, son conducidas unas blancas terneras que alimentó la fresca hierba de los prados Faliscos, unos novillos poco temibles por las cortas astas de sus frentes, un puerco, víctima menor arrancada a la humilde choza, y un carnero, jefe del rebaño, con los cuernos retorcidos hacia atrás. Sólo la cabra es aborrecida de la potente diosa. Se dice que sus señales descubrieron la presencia de Juno en el espeso bosque, retrayéndola de proseguir en la fuga.
En castigo, los niños la persiguen ahora con sus dardos, y constituye el premio del que antes la hiere. Por donde ha de pasar la diosa, los jóvenes y las tímidas doncellas convierten sus ropas en tapices que cubren el camino; los cabellos de las vírgenes deslumbran con el fulgor del oro y las piedras preciosas, y un soberbio manto desciende hasta sus pies, cuajados también de oro; y vestidas de blanco, según la costumbre de sus padres griegos, llevan sobre las cabezas los objetos del culto que se les confían. El pueblo permanece silencioso a la aproximación del brillante cortejo, y la misma diosa viene detrás de las sacerdotisas. Es la imagen de una fiesta griega. Muerto Agamenón, Haleso huyó del lugar del crimen, abandonando los tesoros de su padre, y después de errar prófugo por tierras y mares, edificó con dichosos auspicios una ciudad ceñida de fuertes murallas. Él enseñó a los Faliscos a conmemorar la fiesta de Juno, que así sea favorable siempre a mí y a mi pueblo.
XIV
No pretendo que permanezcas inocente siendo tan hermosa; mas tampoco creo que haya necesidad de que lo sepa, por mi desgracia; mi censura no intenta convertirte en una mujer irreprochable; sin embargo, querría que te esforzases por parecerlo. No falta la que sabe negar el delito: sólo la culpa vanagloriosa trae la infamia. ¿Qué furor sientes de sacar a la luz del día lo que oculta la noche, y revelar públicamente lo que hiciste en secreto? La meretriz que entrega el cuerpo al primer desconocido, aparta antes las miradas del público cerrando la puerta de su tugurio. Tú alardeas del oprobio que mancilla tu fama y eres la pregonera de tus escándalos. Vuelve a mejor acuerdo, imita a las honradas, y aunque no lo seas, que yo te admire como un dechado de probidad. Lo que hiciste, hecho está; pero niégalo rotundamente, y no te sonroje hablar en público el lenguaje de la modestia. Hay un sitio adecuado a la crápula; llénalo con todas las impurezas, y que el pudor se aleje de allí; mas en el momento que lo abandones, relega al olvido tu lascivia, y que tu cama sola sepa tus desafueros.
Allí no repares quitarte la túnica, ni cruzar tus piernas con las de tu amigo, ni que roce con su lengua tus labios de púrpura, ni que la pasión invente mil modos de gozar; no cesen las tiernas promesas ni las palabras incitantes, y estremézcase la cama con la movilidad de vuestros cuerpos; pero al vestirte la túnica, toma el aspecto de la inocencia temerosa, y que un falso pudor disfrace tus noches obscenas. Burla a la gente con tus palabras; engáñame, déjame vivir ignorante, y que labre mi dicha una estúpida credulidad. ¿Por qué veo tantas veces las tablillas que envías y recibes?; ¿por qué apenas advierto espacio de tu lecho que no esté hundido?; ¿por qué tus cabellos andan más alborotados de lo que suele ponerlos el sueño, y distingo en tu cuello las señales impresas de los dientes? Sólo te falta realizar tus delitos a presencia mía. Si no te condueles de tu fama, conduélete de mi. Pierdo el seso y me pongo a morir cuantas veces me confiesas tus extravíos, y la sangre discurre helada por mis arterias. Te amo; deseo odiarte, y siento que me es imposible, y entonces quisiera morir, pero junto contigo. No pretendo averiguar tus pasos, ni descubrir lo que tratas de ocultarme; estimo tus faltas como una acusación desprovista de fundamento. Si te sorprendo alguna vez en medio de la culpa y mis ojos llegan a ser testigos del oprobio, aquello que haya visto bien niega que lo he visto, y desmentiré a mis ojos por creer tus palabras. Te será muy fácil la victoria sobre el que desea ser vencido como tu lengua se acuerde de decir : «Es falso.» Con estas dos voces puedes subyugarme a tu antojo; vence, si no por la justicia de tu causa, por la lenidad de tu juez.

XV
Madre de los tiernos amores, busca un nuevo vate; ya mis elegías pasan rozando la última meta, Los cantos que compuse yo, nacido en los campos Pelignos, han hecho mis delicias y acrecentado mi fama. Sí este honor vale algo, herede la dignidad ecuestre de mis antiguos ascendientes, y no la conquiste en el tumulto de los campos de batalla. Mantua se enorgullece de Virgilio; Varona, de Catulo, y yo pretendo que se me aclame la gloria de la comarca de los Pelignos, a quienes la defensa de su libertad obligó a pelear por una causa justa cuando Roma temía, llena de incertidumbre, los resultados de la guerra social. Y algún viajero que contemple los muros de Sulmona, ceñidos de pantanos que dejan pocas yugadas al labrador, exclamará : «Ciudad que pudiste engendrar poeta tan ilustre, por pequeña que seas, yo te proclamo grande.» Amable niño, y tú, diosa de Amatunta, madre del mismo, llevad vuestras áureas banderas lejos de mi campo. Baco, el de los cuernos, mueve con fuerza el resonante sistro, y me incita a recorrer mayor espacio con mis briosos corceles. Voluptuosas elegías, musa juguetona, pasadlo bien; la obra que voy a emprender me sobrevivirá después de muerto.(Publio Ovidio Nasón)