sábado, 23 de junio de 2012


DIMAS

Izado sin quererlo en este monte,
crispada como un cuero la osamenta,
la tarde es un preludio de tormenta
y una raya de sangre el horizonte.

Abajo, trigo o flor están en ciernes
aguardando la trilla de las eras,
pero punzado aquí entre dos maderas
todo se ha vuelto un postrimero viernes.

Es justo. Soy pecado, culpa, yerro,
(aunque después apócrifos autores
me adjudicaron menos sinsabores)
fui delito y mi ley ha sido el hierro.

En cambio tú, Señor de la inocencia,
no es falta propia la que al fin expías,
yaces como está escrito que te irías,
mueres mi Dios, ajeno a la sentencia.

¿Qué flaquezas señalan a tu vida
desde Belén al podio de Pilato?
¿Qué tropiezo, si obrabas el mandato,
la imagen fiel del Padre, su medida?

No lo saben, maldicen las respuestas
de tu palabra invicta, del milagro,
ni el que te acerca un poco de avinagro,
ni los judíos y el siniestro Gestas.

Si tuviera esta mano desclavada
—esta mano Señor, que sembró el daño—
llegaría hasta el mismo travesaño
de la cruz, a besarte la mirada.

Esa que me dedicas y diviso
entre el llanto y la carne entumecida,
mientras tu voz retumba, estremecida:
“Hoy entrarás conmigo al Paraíso”.(Antonio Caponetto)