viernes, 22 de junio de 2012



SÁTIRA VI:


Yo creo que el Pudor, desde que reinó Saturno, se ha retrasado acá en la Tierra. Durante
muchos tiempos vivió cuando las frescas cavernas ofrecían  modesta habitación, a cuya
penumbra, común para todos, se acogían en torno al hogar de los Lares, el ganado, los
dueños; cuando la esposa, errando montaraz, extendía un lecho de ramajes y paja y encima
echaba las pieles de animales feroces de los  contornos. ¡ Qué diferente a ti, Cintia, o a ti,
Lesbia, de bonitos ojos anegados en llanto por la muerte de un gorrión! Aquélla amamantaba
a sus hijos, ya robustos, con sus hinchados pechos y, en ocasiones, era más hirsuta que su
marido, eructando a bellotas. Pues vivían de otro modo en un mundo recién nacido, bajo un
cielo nuevo los hombres creados en el trabajo de descortezar las encinas y que, nacidos del
barro, no conocieron padres. Quizá algunos restos más o menos del antiguo pudor
subsistieran bajo Júpiter aún sin barba, cuando los griegos no estaban preparados para jurar
sobre la cabeza de otro, cuando nadie temía al ladrón de sus legumbres o de sus frutos y
cuando vivían sin poner cerco a sus huertos. Después, poco a poco, Astrea se retiró hacia la
mansión de los dioses, en compañía del Pudor y las dos hermanas huyeron juntas.
Muy antiguo es, Póstumo, aquello de violar el lecho ajeno y burlarse del Genio que preside la
sagrada cámara nupcial. Después, la Edad de Hierro ha traído todos los demás crímenes; pero
la Edad de Plata conoció ya los primeros adúlteros. Y ahora, en nuestra época, preparas la
ceremonia, el contrato y los esponsales; ya te haces peinar por un maestro peluquero y acaso
has puesto en el dedo de la novia la prenda de fidelidad. Estabas cuerdo, es verdad, ¿pero, es
que te casas, Póstumo? … Pero si ninguna de estas fatales soluciones te agrada ¿por qué no
piensas que es mejor dormir con un amigo? Un cualquiera que no riña por la noche, que no te
exija ningún pequeño regalo cuando descansa a tu lado y no se queje de que hagas descansar
a tus riñones y no anheles sus órdenes.




¿Y si te dijese que anda buscándote una esposa de costumbres antiguas? ¡Abridle, médicos la
vena media!  ¡Qué encanto de hombre! Prostérnate en adoración ante las puertas del Capitolio
e inmola, en honor de Juno, una becerra con los cuernos empurpurados si tienes la suerte de
encontrar una mujer casta. Hay muy pocas dignas de acercar sus manos a las ínfulas de Ceres
y cuyos besos no tema su padre.

La misma Cánope condenaba las sorprendentes  costumbres de Roma y olvidándose de su
casa, de su marido y de su hermana, por nada se preocupó por la patria; la malvada abandonó
a sus hijos llorosos y, lo que es más asombroso aún, renunció a Paris y a los juegos de circo.
Y aunque de niña había dormido sobre colchón de plumas, en medio de gran opulencia de la
casa paterna y en cuna incrustada de oro, no obstante, despreció los peligros de la mar como
había despreciado su reputación, cuyo sacrificio cuesta poco a los habituados a sillones
blandos… Es duro embarcarse si el marido lo ordena; entonces molesta el hedor de la sentina,
todo gira en torno, pero cuando se sigue a un amante, el estómago se siente bien. A un marido
se le vomita encima; con un amante, comen entre la marinería, se pasean por la popa, se
entretienen en tirar de las maromas. ¿Qué  tipo ha abrasado a Epia, qué juventud la ha
seducido? ¿Qué habrá visto para que la llamen gladiadora? Pues que Sergio ha comenzado a
afeitarse la nuez y a esperar el descanso por el brazo que le cortaron; mostraba la cara llena
de defectos, una gran joroba en medio de la nariz maltratada por el casco y un acre humor
que le destilaba de un ojo. ¡ Ah, pero era un gladiador!  Con eso basta para convertirlos en Jacintos y darles preferencia sobre la patria, sobre los hijos, sobre la hermana y sobre el
marido.

¿Te das cuenta ya de lo que hace una mujer corriente, una Epia cualquiera? Pues ve ahora las
rivales de las diosas, escucha lo que ha soportado Claudio. Cuando su mujer notaba que ya
dormía, osando preferir un camastro a su lecho del Palatino, la Augusta meretriz cogía dos
capas de noche y abandonaba el palacio con una sola esclava; con los negros cabellos
disimulados bajo una peluca rubia, llegaba al templado lupanar de raídas colchonetas y
entraba en un cuarto vacío reservado para ella. Después, con sus pechos protegidos por una
red de oro, se prostituía bajo la engañosa denominación de Licisca y ponía al descubierto el
vientre que te dio la existencia, generoso Británico.

-¿Pero, en tan gran cantidad de mujeres ninguna te parece digna?
-Imagínate una mujer bonita, bien formada, rica, fecunda, que ostente en sus pórticos retratos
de sus remotos antepasados; más pura que una Sabina con el cabello suelto separando a los
combatientes, ave rarísima de la Tierra, comparable a un cisne negro; todo lo tiene. ¿Quién la
soportaría como esposa?

¿Qué virtud o qué hermosura vale tanto para jactarse siempre de poseerla? El encanto de este
raro y sumo bien, se reduce a nada si, corrompido por un espíritu soberbio, nos proporciona
más amargor que dulzura. ¿Qué marido es tan asiduo hasta el punto de no coger antipatía y
odiar durante siete horas del día a aquella que ensalza con sus alabanzas?
Hay otras cosas pequeñas, es verdad, pero  que un marido no tolera. ¿Pues qué hay más
insoportable en una mujer que sólo se considera hermosa si, de origen toscano, se ha hecho
griega y auténtica ateniense, aunque haya nacido en Sulmona? Todo lo hace en griego, como
si no fuese más afrentoso en nuestras mujeres ignorar el latín. En griego expresan su terror,
sus goces, sus afanes; en esta lengua dejan escapar todos los secretos de su corazón. Aún hay
más: hasta cuando se entregan al amor, lo hacen en griego. Concedamos estas modas a los
jóvenes. ¿Pero tú también en griego, a tus ochenta años, cuando llaman a tu puerta? No tiene
esta lengua el suficiente pudor en labios de una anciana.

Si no has de amar a aquella que, mediante el legítimo contacto te ha dado su fe y se ha unido
a ti, no veo el porqué de desposaros ni por qué derrochar en una cena y en bizcochos
borrachos que hay que dar a los convidados, hartos de comida, al acabar la ceremonia, ni el
regalo que se hace por la primera noche, esa fuente suntuosa de oro cincelado en que
resplandecen las efigies de Dácico y de Germánico. Pero si, llevado de tu simplicidad de
marido bonachón, te entregas al amor de una sola, agacha la cabeza y dispón tu cerviz para
aguantar el yugo. No encontrarás a ninguna que mire por el que la ama, por muy ardorosa que
se muestre, siempre se goza en atormentarle y en despojarle; así pues, cuanto más bueno y
deseable marido sea, tanto menos propicia le será. Nunca podrás regalar nada sin la opinión
de ella, ni vender si ella se opone, ni comprar si ella no quiere, te dará sus afectos.

Así impone su mando sobre el marido. Mas pronto abandonará este reinado, cambiará de
casa, pisoteará el velo nupcial, después volverá a ocupar su puesto en el lecho que despreció.
Abandonará las puertas que acaban de adornar, los velos aún colgados y las verdes guirnaldas
sobre el dintel. Así crece el número de maridos, ocho en cinco otoños: asunto digno de un
epitafio. Tendrás que renunciar a la paz mientras viva tu suegra. A ella debe las divertidas lecciones
para despojarte, para dejarte en cueros. Ella le ha enseñado a contestar con sencillez y baldura
los billetes amorosos de un corruptor; ella se encarga de  engañar a los guardianes o de
sobornarles con dinero. Pese a encontrarse la hija en perfecto estado de salud llama al médico
Arguigenes y aparta las mantas demasiado pesadas. Mientras tanto, el amante, llamado
secretamente, permanece escondido e impaciente de esperar, calla y prepara su arma. ¿Por
casualidad esperas que esta madre le va a transmitir costumbres distintas a las que tiene? Sin
duda conviene a esta encanallada vieja lanzar una hija tan semejante.

El lecho en que se acuesta una recién casada, es siempre lugar de ataques y contraataques,
imposible dormir en él. Y entonces es odiosa al marido, peor que una tigresa privada de sus
cachorros, cuando tras gemidos disimulados, oculta alguna secreta maldad que no ignora, o
cuando se ensaña con los favoritos o gimotea por una imaginaria amante, siempre con gran
reserva de lágrimas preparadas, en espera de recibir la orden de cómo han de brotar. Tú tomas
esto por amor, entonces, pobre oruga, te engallas, le sorbes las lágrimas con tus besos, y
después leerás cartas y escritos amorosos si te encontrases abierto el cajón íntimo de esta
adúltera celosa. Y se acostará con un esclavo o con un caballero.

Nada hay más desvergonzado que una mujer sorprendida en el delito. Sacan de él toda su ira
y todas sus energías.
¿Preguntas, sin embargo, de dónde salen estas monstruosidades o de qué fuente dimanan?
Antiguamente una modesta fortuna preservaba la castidad de la mujer latina y eran el trabajo,
el sueño breve, sus manos encallecidas y agrietadas por la lana etrusca; estaba Aníbal
próximo a la ciudad, y sus maridos vigilantes sobre el adarve de la Colina, lo que no permitía
que sus modestas casas fuesen tocadas por los vicios. Ahora padecemos los males de una
larga paz; más cruel que la guerra; la lujuria ha caído sobre nosotros para vengar al mundo
que hemos conquistado. No hay crimen ni acto  de liviandad que permanezca oculto desde
que murió la pobreza romana. A estas nuestras mismas colinas ha acudido Síbarís, Rodas,
Mitilene y Tarento, impúdico con sus coronas y empapado de vino. El dinero obsceno fue el
primero en introducir costumbres extrañas  y la riqueza, con sus  lujos vergonzosos, quebrantaron siglos de honestidad.
¿Qué habremos de esperar de Venus borracha? Al besar no distingue entre el rostro y el bajo
vientre, cuando se entrega, hasta media noche, a comer grandes ostras, mientras espumean los
perfumes vertidos en el Falerno y, cuando al beber en un vaso de forma de concha, parece
que el techo da vueltas y las lámparas se duplican sobre la mesa. Vete a dudar ahora de la
mueca con que Tulia sorbe los aires, de lo que diga Maura, hermana de leche de la famosa
Maura, cuando pasa cerca del antiguo altar del Pudor. En aquel lugar detienen sus literas y
mojan, con largas meadas, la estatua del dios. Se montan alternativamente unas a otras y no
ocultan sus enajenaciones a la luz de la luna. Después vuelven a sus casas. Y al amanecer el
día, vas pisando los orines de tu mujer cuando te encaminas a visitar a tus amigos. Se
conocen bien los misterios de la Buena Diosa, cuando la flauta excita el movimiento de las
caderas y, con el sonido de la trompeta y el sabor del vino, estas Ménades de Príapo se salen
fuera de sí y agitan las cabelleras. ¡,Oh, qué ardor se apodera de su espíritu! ¡ Qué gritos en
sus retozos ! ¡ Cómo resbala en torrentes el viejo vino a lo largo de sus mojadas piernas!
Saufenia provoca a las hijas del burdel apostando una corona y se lleva el premio con sus
rotundas caderas. Rinde culto a las oscilaciones de Medulina. La palma se reparte entre
ambas, virtud pareja con el nacimiento. Nada es allí fingido, no hay juego y todo se hace con
el verismo que abrasaría al hijo de Laomedonte y al propio Néstor con su hernia. Pero la lascivia no admite dilaciones, es sencillamente hembra y, al unísono, resuena un clamoreo
que rueda por toda la estancia.

La desvergüenza es la misma entre las más elevadas como entre las más humildes y no es
mejor la que pisa el sucio pavimento de una choza que la que se hace llevar a hombros de
corpulentos sirios. Para asistir a los juegos, Ogulnia alquila un vestido, alquila una escolta,
una litera, unos cojines, alquila una amiga, una nodriza, una rubia sirvienta para los recados.
No obstante, regala a los escurridizos atletas todo cuanto le queda de su patrimonio y hasta
sus últimos vasos. Muchas padecen miseria en casa, pero ninguna conserva el pudor de su
pobreza ni se resigna a los límites que ésta les señala y determina. Sin embargo, hay hombres
que ven lo que les puede ser útil y otros que, a ejemplo de las hormigas, se asustan del frío y
del hambre. La mujer pródiga no siente que su  fortuna se vaya y como si creciese y se
multiplicase en sus arcas vacías, y como si se pudiese coger de un montón siempre colmado,
nunca piensa en lo que le cuestan sus placeres.

Así pues más pura y más honesta que tus lares, es la mansión del lanista, en donde Psilo tiene
la orden de no acercarse a Euoplio; más aún: las redes no se rozan con una túnica impura y el
que suele pelear desnudo, no se despoja en la misma cabina de sus espalderas ni del tridente
que hiere al enemigo; la dependencia más alejada de la escuela es la que recibe a estos tipos e
incluso en la prisión tienen sus cepos aparte. Mas a ti tu mujer te hace beber en el mismo vaso
que ellos, con los cuales rehusaría compartir el vino Albano o el Sorrentino la fiera prostituta
del sepulcro en ruinas. Por consejo de ellas, buscan vuestra aproximación y después se alejan
inopinadamente. Para ellos reservan sus lánguidos pensamientos y los acontecimientos serios
de su vida; con sus enseñanzas, aprenden a oscilar sus nalgas y sus flancos. Ellos les enseñan
cuanto saben.

Las hay que se entusiasman con los eunucos y sus ineficaces caricias. Con ellos no hay barba
temerosa, no es necesario el abortivo. Sirven, en cierto modo, lo mismo, luego de haber sido
castrados por el médico Heliodoro que les operó hábilmente, con el único perjuicio del barbero. Los muchachos de los traficantes en esclavos sufren desgraciada situación en aras de las
dueñas que así vulneran las leyes de la Naturaleza. Duerman, enhorabuena, con sus señoras,
pero tú, Póstumo, mírate bien de confiar a Bromio ahora que ya es hombre y va a perder la
melena.

Esta misma sabe todo lo que sucede en el mundo, lo que hacen los seres y los Tracios, los
manejos entre la suegra y el esclavo, los secretos amores, los amantes raptados; ella os contará quién dejó embarazada a esta viuda y desde qué mes; qué palabras y qué posturas usa
Fulana o Zutana en el lecho; ella ve, la primera, el cometa que amenaza al rey Armenio y al
Parto; ella recoge de la puerta de su casa las noticias y rumores del último momento, y otros
los inventa. En cualquier calle y al primero  que le salga al paso, le cuenta que se ha
desbordado el Nifrates sobre las poblaciones, que un inmenso diluvio ocupa todos los
campos, que se tambalean ciudades, que el suelo se hunde.
No es, sin embargo, este vicio más intolerable que el de aquella otra, que suele apoderarse de
pobres gentes, sus vecinos y, pese a sus súplicas, les desuella a correazos; pues si los ladridos
de un perro han interrumpido su profundo sueño, gritará: "¡ Pronto, traed varas!" Y con
impasible rostro manda zurrar primero al amo y después al can.
He aquí una que va todas las noches al baño; de noche manda movilizar todas sus vasijas y su
equipo guerrero. Disfruta grandemente cuando suda a chorros, cuando sus brazos han caído agotados por las pesas. El masajista, un avispado. le aplica los dedos en la parte sensible y le
hace crujir el muslo. Entre tanto, sus infelices convidados se mueren de sueño y de hambre.
Al fin, llega un tanto sofocada con ansia de beberse todo el barrilete que, lleno, se hallaba a
sus pies con el contenido de una urna; antes  de comer, agotará otro sextario que hará
devorador su apetito mientras  devuelve y mancha el suelo con la vomitona. Corren por el
mármol ríos de vino y la dorada palangana apesta a Falerno; como una larga serpiente caída
en el fondo de un tonel, bebe y vomita. Su marido siente náuseas y cierra los ojos para retener
la bilis.
Más inaguantable es ésta que, apenas tumbada a la mesa, ensalza a Virgilio, justifica a Dido
dispuesta a morir, hace paralelismos con los poetas, los compara; en un platillo coloca a
Virgilio y en el otro a Homero. Pone en retirada a los gramáticos, vence a los retóricos, todo
el mundo calla, ni un abogado, ni un pregonero, ni otra mujer, pueden decir ni una palabra, tal
es la verborrea que suelta; parece que suenen al mismo tiempo calderas y campanas. No es
preciso soplar la trompeta y golpear los timbales, ella sola podría socorrer a la Luna en
peligro, ella es la que da la medida, incluso en las cosas honestas, pues la que desea parecer
demasiado instruida y elocuente, debe ceñir la túnica hasta media pierna, inmolar a Silvano
un puerco y bañarse por un cuadrante…(Décimo Junio Juvenal)